Con aquel titular, ‘Buenos días, tristeza’, Françoise Sagan publicó a los 18 años su primera novela convertida de inmediato en best seller. La obra, melancólica hasta la crueldad, realista hasta la más irónica ferocidad, usa con prodigalidad palabras como sol, tristeza, desilusión, desprecio, amor, felicidad, celos agridulces, violencia velada, soledad, razones por las que recordé a Camus. La Segunda Guerra Mundial vio crecer una juventud ávida de emociones fogosas, capaz de hacer suya la frase de Modigliani: “Quiero una vida corta pero intensa”. En los sitios nocturnos de Saint Germain des Prez se fumaba Camel, Chesterfield, Lucky Strike, huellas de la invasión norteamericana, se bebía mucho, se escuchaba el jazz de Charlie Parker, Mile Davis, Sidney Bechet, Claude Luter. Juliette Gréco, diva de la época, me confesó en una entrevista (1982): “Asistimos a un endurecimiento social que alimenta odios de los que nos costará mucho tiempo salir”. Ahora pienso que dijo algo profético. Saint Germain des Prés había sido el sueño del que no quedaba nada. Reviso la grabación, noto que añadió: “La felicidad es bella y fugaz como una bala de revólver”, luego: “No quiero que nadie me toque cuando esté muerta”. Fue la época en que leí La náusea, de Sartre; La condición humana, de Malraux; el maravilloso Arte de vivir, de Lyn Yu Tang; la Peregrinación a las fuentes, de Lanza del Vasto, seguidor de Gandhi.

Cuando me tocó estudiar la filosofía de Schopenhauer, me pregunté cómo así no se había suicidado, pues consideraba la vida como una continua insatisfacción, permanente sufrimiento (el valle de lágrimas de los cristianos). La existencia humana se volvía constante pendular entre el dolor y el tedio, aquello desembocaba en la negación del deseo de vivir. Con tantos años que llevo a cuestas llegué más bien a la conclusión de que somos los arquitectos de nuestras más profundas alegrías, en mi caso al amor al tipo de trabajo que escogí para llenarme el alma, desde luego el amor que sigue siendo la savia del diario vivir.

Van Gogh consideraba que la tristeza duraría siempre, hasta la plasmó en sus girasoles, sus cielos desquiciados, sus árboles incendiados. Me demoré siete décadas para encontrar el secreto de Gandhi: “La felicidad es cuando lo que piensas, lo que dices y lo que haces están en armonía”. Eso no lo traen los dioses, tampoco los filósofos, se halla en lo más hondo de nuestra alma. Los detalles son frutos de la paciencia, amar la vida es dejarse poseer por ella. El amor no se hace, se plasma, se prende, se dispara, no inventa paraísos ni vida eterna, su campo de batalla es el tiempo, más lo que Alberto Cortez llamó migajas de ternura. La sensualidad se vuelve paroxismo de todo lo que nos trastorna. Deseo, como Joaquín Sabina, que los sueños sean mentiras de verdad, sigo buscando con Saint Exupéry lluvias en países donde nunca llueve. No recuerdo quién dijo que después del coito el hombre es un animal triste, pienso más bien que más allá del mar agitado de la pasión todos necesitamos una playa para explayarnos. (O)