Alpuyecancingo de las Montañas es una comunidad de unos 1.800 habitantes, perteneciente al Municipio de Ahuacuotzingo, en el estado de Guerrero, ubicado en la costa mexicana del Pacífico. El 98% de la población es indígena y la mayoría habla náhuatl, una de las 68 lenguas nativas del país.

A esta comunidad solo se llega en camioneta. La calle principal es pavimentada, el resto de vías en verano son polvorientas y en invierno lodosas. Aquí nació el 9 de abril de 1995 Benjamín Ascencio Bautista, también su madre y sus hermanas Laura y Mairani.

“Éramos felices en el pueblo”, cuenta a EL UNIVERSO Cristina Bautista al recordar que Benjamín debería tener 24 años y no está. Ya suman 5 años de un largo calvario desde aquella noche del 26 de septiembre de 2014, cuando su hijo y otros 42 jóvenes, entre 17 y 25 años, de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa desaparecieron en Iguala, en medio de una polémica acción policial que dejó otros tres estudiantes muertos y veinte heridos.

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El 15 de septiembre de 2014 fue la última vez que Cristina vio a su hijo. El 16 partió a Ayotzinapa para estudiar y cumplir su sueño de ser maestro.

En Alpuyecancingo de las Montañas la vida es dura. No hay fuentes de trabajo, el agua potable y drenaje son deficientes, dice Cristina. Hay un centro de salud, pero casi no hay doctores ni medicamentos, en caso de gravedad deben ir a otro lugar. El pueblo más cercano, Chilapa de Álvarez, está a tres horas de distancia. Los políticos se acuerdan del pueblo solo en época de elecciones, comenta.

La mayoría vive del cultivo de maíz, frijoles y calabaza. Las mujeres consiguen otro ingreso haciendo sombreros de palma. Cristina también hacía pan de maíz y pozole para la venta. Así lograban reunir para vivir y los estudios.

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Por eso Benjamín quiso superarse y fue la escuela normalista, un internado para hijos de campesinos de bajos recursos, en el que llegó a estar solo dos meses. Acordó llamar a su madre cuando pueda, pero nunca ocurrió.

Cristina se enteró por casualidad de que algo andaba mal tres días después de la noche de la desaparición. En el normal todo era angustia y desesperación entre los padres. Nadie daba información. El 30, sin rastro de ellos, hicieron la denuncia, dejaron fotografías y les tomaron pruebas de ADN.

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Nunca les informaron qué ocurrió, lo poco que se enteraron fue a través de los jóvenes que lograron sobrevivir.

Policía municipal, federal, estatal, de protección civil, autoridades locales, la organización criminal Guerreros Unidos y hasta el Ejército, confluyen en la investigación. La versión oficial estaba plagada de inconsistencias, “el caso olía a podredumbre”, dice la periodista Anabel Hernández en su libro La verdadera noche de Iguala. La historia que el gobierno quiso ocultar, en el que recrea los hechos del caso.

“El Gobierno nos engañó porque dicen que no sabían nada y que fue la delincuencia organizada”, afirma Cristina al responsabilizar al régimen de Enrique Peña Nieto. “Ahí empezó nuestro calvario, ahí empezamos a manifestar y nunca paramos”.

La vida cambió por completo para ella y los otros padres que dejaron todo para buscar a sus hijos. “Tuve que perfeccionar mi castellano, porque yo hablo náhuatl, leer y escribir más y mejor para que no pudieran engañarme. Para seguir buscando a mi hijo”. “Qué pasó la noche del 26 de septiembre de 2014, lo que queremos es la verdad, dónde están nuestros hijos”,

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Cristina no regresó a su pueblo y se quedó en la escuela normalista, de la que no se irá hasta hallar a su hijo.

Con Peña Nieto los plantones de 43 horas, de 43 días y otras tantas medidas no tuvieron respuesta, dice y añade que ahora tienen esperanzas con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, quien creó la comisión de investigación para esclarecer el caso.

“Extraño a Benjamín, que me lo regresen, ando enferma, todo decaída, pero si me presentan a mi hijo, ahorita, me voy a sanar de todas mis enfermedades”, expresa la madre. (I)