Por Sonia Yánez Blum (Twitter: @soniayanezblum)

Cuando la Administración Trump confirmó que altos funcionarios habían utilizado la aplicación encriptada Signal para discutir planes de guerra, no solo se encendieron las alarmas en Washington. Las repercusiones llegaron a Europa, donde se descubrió que el vicepresidente JD Vance, en medio de una conversación celebrada con emojis bélicos, se refería a los aliados europeos como “carga inútil”.

El error —haber añadido por accidente al editor de The Atlantic a ese chat— no solo costó confidencialidad: generó una crisis diplomática. El Congreso de EE. UU. convocó a funcionarios. Líderes europeos reaccionaron con indignación. Y Donald Trump, fiel a su estilo, intentó minimizar el incidente diciendo que todo era “otra caza de brujas mediática”.

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Pero detrás de los titulares y las declaraciones públicas, este escándalo expone una verdad incómoda: incluso los sistemas de comunicación más seguros pueden volverse vulnerables no por fallas técnicas, sino por el factor humano.

Y es ahí donde Ecuador entra en escena.

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En los últimos años, hemos visto cómo plataformas como Wire, Signal o Telegram se convirtieron en el “lugar seguro” para las élites políticas y empresariales. Funciona como una suerte de club digital, donde los protagonistas creen que el cifrado extremo los protege de cualquier exposición. Pero esta confianza mal entendida ha llevado a algunos a cometer errores similares a los del caso estadounidense.

El 24 de enero pasado, durante un allanamiento al Consejo de Participación, en Quito, la Fiscalía incautó los celulares del entonces consejero Augusto Verduga. Según el fiscal general subrogante, Wilson Toainga, la información allí encontrada y periciada habría revelado la planificación y “estrategias delictivas” puestas en marcha para hacerse del control de la institucionalidad del Estado ecuatoriano.

En Ecuador, chats filtrados han revelado más que corrupción: han exhibido la fragilidad del poder. Conversaciones con apodos para esconder identidades, pedidos directos para influenciar decisiones políticas y hasta frases que rayan en lo grotesco revelan que la sensación de “privacidad garantizada” lleva a muchos a hablar como si estuvieran en una habitación cerrada, cuando en realidad están en una sala llena de micrófonos.

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Y cuando estos chats se filtran, la reacción siempre es la misma: desmentidos, acusaciones de montaje, teorías de conspiración. Pero muy pocas veces hay una reflexión honesta sobre lo que se dijo, por qué se dijo y, sobre todo, cómo se dijo.

Lo que sucedió en EE. UU. debería ser una lección transversal. El uso de aplicaciones encriptadas no es una licencia para la impunidad ni una garantía de confidencialidad eterna. Las decisiones sobre política exterior, las estrategias de defensa o incluso los manejos informales del poder —como ocurre con los hijos del poder en Ecuador— no pueden quedar atrapados en chats secretos como si fueran parte de un juego entre adolescentes.

JD Vance no solo insultó a Europa; dejó expuesta una manera de pensar que ahora genera desconfianza a nivel internacional. Del mismo modo, en Ecuador, la percepción de que “todo lo que se dice en chats es falso o manipulado” revela una peligrosa relativización de los hechos. Se pierde la capacidad de distinguir entre lo filtrado y lo fabricado, entre lo escandaloso y lo ilegal, entre lo privado y lo inadmisible.

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No se trata de demonizar la tecnología. Se trata de reconocer sus límites y usarla con responsabilidad. Las apps de mensajería cifrada son herramientas, no escudos morales.

Y es ahí donde la transparencia se convierte en el verdadero antídoto. No basta con esconderse detrás de un nombre clave o una foto de perfil anónima. Lo que se dice, cómo se dice y con quién se comparte es reflejo del carácter de quien lo escribe.

El poder ya no se ejerce solo desde un despacho. Hoy, muchas decisiones se toman —o se confirman— desde un teléfono móvil. Y la historia, como hemos visto, no siempre se queda en el chat.