el nuevo artículo de Carlos Piana Castillo. Relájate. Pon el celular en silencio. Baja la música. Así que vas a leer, qué bien, qué bueno. Seguramente no concibes un día sin lectura. Necesitas las palabras, la textura del papel, la sensación de por un momento del día no hacer algo “útil”, quieres disfrutar por disfrutar. No eres un robot, lo sabes. Y detestas esa sensación de que debes-hacer-esto-y-luego-lo-otro-porque-así-funciona-la-vida. Quieres palabras. De hecho, a estas horas, todavía no sabes por qué lees a este papanatas, soñador y romántico empedernido. Solo sabes (Y todo esto antes del café: sí, aun no lo calientas, tranquilo, detén la lectura, acércate al fregadero y toma la taza de la noche anterior. Sí, así está bien. Sécala con un trapo. ¿Leche o agua? Bien, ahora un minuto en el microondas. Vuelve a la mesa) que necesitas palabras, una detrás de otra, un collar de sorprendente sentido.

Cuando terminas esa última línea, reconoces un “algo” conocido en lo escrito. ¿Será ese lenguaje practicado hasta por Cervantes? ¿Será la extraña metamorfosis, las cualidades de espejo de la literatura? Entonces distingues por la ventana un movimiento en las ramas del árbol, y luego escuchas a un pajarito cantar. Recién ahí notas que te has desconcentrado. Siempre lo mismo. Pero agarras el periódico y continúas la lectura de Así que vas a leer. Has llegado a la mitad, no sabes siquiera cómo. Mientras recorres la línea, una vez más te alejas de la lectura. Te resbalas, te cansas, tus dedos no aguantan el peso de tu cuerpo colgando del borde del techo (espera, ¿qué haces ahí?). No estás en la lectura, huyes del calabozo de palabras, escapas del reino de Gatsby y Alonso Quijano. Estás en la lectura como en una fiesta sin conocidos. ¿Por qué no “estás”? Otra vez esa sensación, un déjà vu. A lo mejor te inclinas a creer que esto ya lo leíste, pero ¿cómo, cuándo?

En ese instante timbra el microondas. Te da un vuelco el corazón: ¿no hay un sonido más amable en estos aparatos? Dejas el periódico nuevamente. Encuentras para tu satisfacción que la taza está caliente. El aroma del café trepa por tu nariz. Y bebes. Te sientes mejor, por primera vez en ese día sabes que estás vivo de verdad, y más importante, sientes que podrás recorrerlo hasta su ocaso. Estás en eso, bebiendo de la taza, cuando notas de reojo el papel acartonado de EL UNIVERSO. “¿Por qué tengo esta sensación?”, dices en voz alta, sin temor a ser escuchado. Vamos, no te impacientes, es temprano. Respira. Camina hacia la mesa, separa la silla, bien. Siéntate. Como desorientado, vuelves a leer el primer párrafo, y ¡eureka! Claro, cómo no lo vi antes, te preguntas. Leíste algo similar hace algunos años. Calvino, así es, Ítalo Calvino. Ya recuerdas, incluso, el nombre de la novela. Golpeas la mesa (no, no, tampoco así. Mira el desastre que hiciste. El café es una mancha oscura que se extiende sobre el resto de columnistas.) “¡Si una noche de invierno un viajero!”, exclamas. Sorprendido ante tu descubrimiento, retornas al papel (manchado) rastreando dónde te habías quedado, y ante tu tristeza (eso espero) notas que terminó. (O)