La última aventura fallida del Consejo de la Judicatura transitorio, al emitir y derogar en menos de 24 horas un par de códigos de conducta, dirigidos a abogados y jueces, no puede echarse a saco rato, pues son varias e importantes las lecciones que nos deja. Lo primero que sorprendió es que una autoridad como la que actualmente ejerce el control administrativo-disciplinario de la justicia, que ha garantizado mucha más independencia judicial que la anterior, actúe con ese nivel de autoritarismo. Jamás se consultó a los grupos involucrados y bajo la lógica de “hechos consumados”, se emitieron los cuerpos normativos y además de establecer una moratoria de seis meses para su entrada en vigencia, se dispuso su socialización con los gremios de abogados y demás órganos vinculados.

Cuesta creer que funcionarios de la experiencia y trayectoria de quienes actualmente componen el Consejo de la Judicatura transitorio caigan en la ingenuidad de pensar que se puede socializar un reglamento después de emitido y no antes de hacerlo. La palabreja “socializar”, tan usada y abusada en estos tiempos y estos pagos, no solo tiene un componente formal, esto es la intervención de diversas voces en el debate, sino sobre todo un sustrato material, consistente en que las voces que se sienten a la discusión, sepan que sus posiciones tienen posibilidad de verse plasmadas en el texto normativo. La política del palo y la zanahoria, tan recurrente en tiempos del correísmo, no tienen cabida en un entorno de mínima democracia. El argumento de “el Consejo de la Judicatura, de acuerdo al artículo 330 del Código Orgánico de la Función Judicial, tiene la potestad de emitir un Código de Conducta en el Ejercicio Profesional de la Abogacía”, de ninguna manera le sustrae de su obligación de llegar a consensos mínimos que permitan la supervivencia de la norma. Lo otro es pura imposición del poder y la fuerza o, como en este caso, una muestra de candidez inaceptable en tan altos funcionarios.

El resultado de esta fugaz aventura quedó entre la ironía y la anécdota, donde un Consejo de la Judicatura transitorio, ya casi de salida, se convirtió en objeto de todo tipo de chanzas al respecto. Más allá del chiste y el meme, lo importante son sin duda las varias lecciones y derivas que nos deja. Por una parte, creo que habrá quedado diáfanamente claro que ya superamos una era de imposición, en la que por la fuerza del poder irracional y bajo el argumento de la voluntad del líder como fuente del derecho, tan cara para Carl Schmitt y los nacionalsocialistas, se generaron normas y actos, uno más inconstitucional que el otro. El proceso de socialización no era otra cosa que generar una reunión de masas, en las que un grupo de pueblo armado de banderas, enfundado en camisetas y tratado como populacho, sin enterarse muy bien de qué iba la cosa, llegaba dispuesto a aplaudir cualquier texto que pusieran frente a sus ojos. Obviamente quienes nos negamos a entrar en semejante dinámica fuimos perseguidos y vilipendiados sistemáticamente (en mi caso en quince sabatinas y N enlaces). Estar en el centro de la diana de un poder autoritario y abusador tiene mucho de negativo, pero si algo puede hallarse de positivo es que nos obligó a engrosar el cuero y tomarnos con algo de humor cada ataque recibido.

Quienes quedamos en pie somos veteranos ya en estas lides, varias veces hemos debido recoger la piel y seguir caminando como si no hubiera dolido. En estas épocas en que muchos de los que en la “década ganada” andaban escondidos entre las piedras y ahora son los adalides de los derechos y las libertades, gente como Fernando Villavicencio, Cléver Jiménez, Martín Pallares, Jorge Ortiz, Carlos Vera o Bonil, para nombrar a unos cuantos, son un recordatorio permanente de que siempre habrá voces dispuestas a plantar cara al poder, independientemente del alto costo a pagar. En ese esquema, pensar que se puede regresar impunemente a las viejas prácticas autoritarias resulta verdaderamente ingenuo.

Otro aspecto que, al menos en lo que se refiere a los abogados, nos deja este episodio de los códigos fallidos es la necesidad de debatir el perfil del profesional del derecho en el mundo actual. El abogado que se levantaba temprano en la mañana para abrir la cajita de lata y retirar las notificaciones que en papel le habían llegado, que dictaba a su secretaria los escritos a presentar, hechos a máquina de escribir, el abogado que no está dispuesto a entrar en los sistemas digitales, simplemente está fuera de juego. Es lo que se denomina un “analfabeto funcional”, alguien que no puede entender su entorno. Los abogados hemos cambiado y los gremios también, por eso tanta vieja dirigencia ha quedado obsoleta y a la vera del camino. (O)