Discutía con mis alumnos sobre la palabra dignidad. La ponía en duda, por supuesto. Me explico: soy un atorrante profesor de filosofía que da alguna información a partir de la que (y esto es lo importante) empezamos a dialogar. Llámalo pérdida de tiempo, llámalo método socrático. Hablamos, versamos sobre lo evidente (es decir, lo que damos por supuesto, ¿no es eso filosofar?). ¿Qué es la dignidad?, ¿en qué se fundamenta?
Claro, no me quería deshacer de palabra tan bonita y además tan beneficiosa para todos. Solo quería suscitar una discusión de por qué creemos determinadas cosas. Que tales personas tienen dignidad, que ese grupo minoritario tiene dignidad, que mi idea es digna por el solo hecho de expresarla, que mi pajarito y mi tortuga también deberían ser sujetos de la misma, y así. Ahora que se acercan las navidades se podría aprovechar y hacer extensiva esa dignidad a las realidades alcanzadas por el deseo. Dignidad, hermosa palabra. Pero, ¿qué es?
Su origen se remonta a la no políticamente correcta Iglesia: los seres humanos seríamos “imagen y semejanza de Dios”, de ahí nuestro valor, nuestro lugar en la cima de la creación. La relación Iglesia-Estado, Iglesia-modernidad (y postmodernidad) rebasa el interés de estas líneas. Pero la idea quedó: tenemos dignidad, somos (los humanos) los reyes del mundo. Y quedó como palabra esencial en nuestro discurso. Luego está Kant que en su Crítica de la razón práctica aventuró una nueva formulación: el ser humano debe ser tratado siempre como fin, jamás como medio. La frase es (también) bonita. Y me parece que todos pensamos eso (querríamos quizá, como dije, hacerlo extensivo a las hormiguitas). El tema es por qué deberíamos respetar al ser humano (y quizá en un futuro a las hormiguitas). ¿Por qué siempre como fin?
Heráclito decía que uno no podía bañarse dos veces en el mismo río, y curiosamente llevamos varios siglos bañándonos, jugando, batallando, discutiendo, ensuciando y pescando en las aguas de la dignidad. Es una palabra que nos gusta, que la utilizamos a placer. Tanto nos gusta que a pesar de su antigüedad jamás acusamos al que la pronuncia de conservador. ¿Por qué tenemos dignidad?
De acuerdo, sin ella a lo mejor ya no existiría el mundo. Aunque, ¿significa eso que la dignidad es una gran mentira que nos hemos hecho para seguir existiendo? ¿Nos conviene esa “mentira” y por eso la seguimos repitiendo? ¿Sería esa palabra el testimonio de la manoseada selección natural? Recuerdo la mentira sobre Harvey Dent al final de la segunda película de Batman. ¿No creyeron tener, en su momento, los soviéticos o los nazis una dignidad superior? ¿No quisiéramos a ratos dar la misma dignidad a los perritos (y los árboles)? ¿Por qué tenemos dignidad?
¿No será que la “dignidad” y los “derechos humanos” terminen por matarnos a todos? ¿Cuál es el límite de una mentira? O, más bien, eso espero, ¿cuáles son las orillas de una verdad?
Siempre podríamos ser infinitamente escépticos (y no digo pragmáticos). El tema, como recordaba Zagajewski, es qué hacer cuando “tropezamos con las numerosas islas de la felicidad que Bergson dijo señalaban el toque de una verdad interior”. ¿Por qué tenemos dignidad? (O)