Nadie lo vio desembarcar en la anónima muerte. Nadie lo vio salir con sus zapatos del consulado de Arabia Saudita en Estambul. Nadie asistió a su matrimonio, ni volvió a leer sus reportajes o sus columnas del The Washington Post, ni a escuchar sus opiniones en entrevistas. El periodista saudí Jamal Khashoggi fue asesinado el 2 de octubre pasado en la sede diplomática de su país en Turquía, adonde fue para obtener documentos necesarios para casarse. Su cuerpo fue desmembrado.
Khashoggi, desde su cerebral pluma, promulgó la necesidad de cambios sustanciales para lograr una sociedad más equitativa, donde las mujeres tuvieran los mismos derechos que tienen los hombres. Siguiendo el mandato de su oficio, incomodó y molestó al poder. Entre los 18 detenidos por su asesinato se encuentran miembros de la seguridad del príncipe heredero Mohámed bin Salmán, a quien las agencias de inteligencia de los Estados Unidos señalan como la presunta persona que dio la orden.
Para Donald Trump es y será más importante mantener las relaciones, principalmente económicas, con Arabia Saudita. En el Capitolio de Washington se habla de la posibilidad de sanciones económicas y se cuestiona si el presidente está dispuesto a vender los valores de la democracia. En la Unión Europea también se trata el asunto. Nada, sin embargo, le devolverá la voz al periodista. Su voz fue violentamente apagada. Y ya no la escucharemos.
Eso es lo que los abogados llamamos la doble dimensión del derecho a la libertad de expresión. Asesinando a Khashoggi violaron nuestro derecho a leer las cientos de historias que todavía iba a escribir. Eso es lo que tan atroz y dolorosamente sentimos con el asesinato de Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra, sobre el que tantas preguntas siguen pendientes. El asesinato de un contador de historias es, inevitablemente, una forma de atentar contra la humanidad y su sentido más alto de libertad: el de las palabras que liberan.
Luego de una década de criminalización de la palabra disidente y crítica, los ecuatorianos aprendimos con supremo horror el valor de la actividad periodística. Y sin embargo, sigue habiendo casos de escándalo. Pienso, por ejemplo, en el caso del periodista Freddy Aponte, perseguido implacablemente por un caudillo local caído en desgracia y de triste recordación, que jugó un nefasto papel no solo en la creación de la abominable Ley de Comunicación, sino en su obsesiva e insana tendencia de sentar a periodistas y medios de comunicación en el banquillo de los acusados por no venerarlo.
Con una acusación por supuestas injurias, el destituido alcalde de Loja, apellidado Castillo, logró enviar a Aponte a prisión y dejarlo sin trabajo. No pudo asistir al velorio de su padre. El político también lo demandó por 1 millón de dólares por supuestos daños y perjuicios. La justicia correísta le concedió 54 mil dólares, que Aponte no pudo pagar. Fue declarado insolvente. La lista de penurias a las que Aponte ha sido sometido por su victimario es extensa y podría relatarse en el contexto de la historia nacional de la infamia. Su caso debe remover nuestra consciencia de todo lo que son capaces de cometer los poderosos para apagar las voces de los contadores de historias.