“¡Más regionalista serás vos!” (Quito), o “¡tú!” (Guayaquil). El regionalista siempre es el otro, nunca es el yo. El regionalismo es un afecto y fenómeno colectivo que se atribuye al otro para no asumirlo como propio. Es ese rechazo y suspicacia que habitualmente está proyectado en el otro grupal, diferente, nativo y habitante de otra aldea, pueblo, ciudad o país. El otro es el regionalista, malo, opresor, parásito, vago, perseguidor que me acosa, restringe mi libertad y amenaza mi supervivencia. El yo es el buenito, trabajador, explotado, respetuoso, sufriente, víctima que protesta o más bien se queja, y que fantasea sueños de autonomía, independencia o federalismo que pongan fin a siglos de explotación. Detrás de la victimización, en el regionalismo no asumido anidan delirios colectivos de superioridad grupal sobre el otro “regionalista”. Con diferentes matices, intensidades y destinos, este drama folclórico existe en buena parte del planeta. A veces constituye el mayor obstáculo para la construcción de un sentimiento nacional y el desarrollo de un país, y a ratos un estímulo.

¿Cuáles son los fundamentos del regionalismo? Sigmund Freud hablaba del “narcisismo de las pequeñas diferencias”, como ese orgullo compartido por una población que posee ciertos rasgos comunes, para afirmar una identificación entre sí y una pertenencia. Esta cohesión narcisista se acompaña siempre de la intolerancia hacia lo diferente, lo ajeno al grupo, lo que la comunidad vecina representa, con la que establecen relaciones de rivalidad y a veces de confrontación. Freud hablaba de los conflictos entre los del norte y los del sur, los del este y los del oeste, los del centro contra el resto, y viceversa. A veces, el “narcisismo de las pequeñas diferencias” se organiza bajo el liderazgo de un conductor poderoso que ocupa el lugar del ideal del yo para todos, y ello permite fenómenos que van desde el progreso de diversas comunidades o naciones, hasta el nazismo. Todo depende de quien haga de líder y del rasgo que convoque a la identificación horizontal en ese pueblo, ya sea el trabajo, la religión oficial, la economía, la cultura, el racismo u otras causas.

En la historia ecuatoriana, el regionalismo se ha expresado más bien como queja histérica, reclamo de presupuesto, victimización pasiva u oposición estéril entre regiones, que ha obstaculizado la construcción de un sentimiento de nacionalidad y el desarrollo. En el Ecuador actual, persisten las querellas regionales entre costeños y serranos, particularmente entre quiteños y guayaquileños, como las más evidentes. En parte, el regionalismo ha aportado al desarrollo de ciudades como Cuenca y Guayaquil bajo la conducción de líderes locales y una apropiada identificación transversal; pero no ha hecho nada por Quito, una ciudad hermosa pero siempre quejumbrosa, desaliñada e insatisfecha. Aunque sea incuantificable, habría que preguntarse cuánto le beneficia a Quito en su desarrollo económico y en su orgullo y cohesión como ciudad, el ser la sede del Gobierno y de la burocracia estatal llegada desde todo el Ecuador, y desde Cuba, Venezuela y España. O cuánto le pesa este “centralismo absorbente”, que diluye la posibilidad de una sólida identificación local y limita los liderazgos propios. Por otro lado, ¿qué pasa en el resto ignorado del Ecuador, más allá de estas tres ciudades? (O)