De esta civilización se ha dicho mucho y falta mucho por decir. Por ejemplo, hasta qué punto cabe aún el término “civilización”. En todo caso, en esta “civilización” del espectáculo, del cansancio, del aburrimiento, del grito, de la moda, hemos opuesto a nuestra orgullosa ignorancia la arrogante pretensión de saber. Todos (es un decir, claro) están seguros de todo, y los improperios surcan los aires. Las ideas no son más punto de partida, son ciudades amuralladas, vanas certezas, punto, no de llegada, punto final. Así, ante tanto Apolo posmoderno con seguridades a diestra y siniestra deseo el destino arbóreo de Dafne. Qué quietud imaginaria sería esa corteza, liber, de la que provino el otro y real consuelo: el libro. Y hablando de libros y consuelos, mis seis más satisfactorias experiencias literarias del año.
Blood Meridian (Meridiano de sangre, 1985), de Cormac McCarthy. El título es ya un abreboca: “meridian”, en inglés y en una de sus acepciones, hace referencia a un “highest point”; la novela es eso, el punto máximo de la sangre. Una novela violenta como ninguna que he leído, inmisericorde, sin tregua. Somos espectadores de la guerra siempre irracional. “God is war”, dice como si respirara Judge Holden. Un personaje intransigiblemente nietzscheano y sabio, a la vez, como pocos. Todavía creo entrever su silueta en la oscuridad de mi habitación, una pesadilla viviente. Y en eco, sus frases escasas, son el frío de un cuchillo hundiéndose en la carne. Harold Bloom, confeso amante de la novela, llegó a empezarla hasta tres veces no pudiendo soportar la sordidez de sus páginas. “Sin embargo, insto al lector a perseverar, porque Meridiano de sangre es un logro imaginativo, una tanto estadounidense como universal tragedia sangrienta. El juez Holden es un villano digno de Shakespeare, comparable a Iago, demoníaco, un teórico de la eterna guerra”. La incluye, en un último suspiro, en su polémico Canon occidental.
The Unconsoled (Los inconsolables, 1995), la primera obra que leí en este año agonizante, el libro menos leído y más largo de Kazuo Ishiguro. Novela enigmática, tildada de kafkiana. Ryder, narrador-protagonista, apenas recuerda algo, solo sabe que va a presentarse en concierto en una ciudad de la que no sabemos nada (y nunca sabremos nada). Como luces azarosas que vienen y van en la noche, personajes se dirigen a él sin razón (varios incluso sin educación) y descubre en ellos, por ejemplo, a su esposa, su hijo, su suegro. Una novela sugerente e insinuante, que parece construirse a la vez que desvanecerse frente a nuestros ojos. Un edificio de humo. Una experiencia radicalmente literaria, una vaporosa obra de arte. Ishiguro, aquí un funambulista de lo verosímil. Novela en la que late el vertiginoso sentimiento de la originalidad.
En la belleza ajena (1998), de Adam Zagajewski. Libro de memorias y diario. También libro para usar de almohada, para ojear en la playa, en un día lluvioso, en la insufrible cola de un banco. Líneas del material de la nostalgia y la belleza cotidiana: verso y antídoto. Libro para abrir y cerrar y volver a abrir. Literatura de a sorbos. Vetado su banal empacho. No digo más: sería maldecir el espíritu silencioso que fluye por sus páginas. (O)