Durante mis clases de políticas públicas, desafío a mis estudiantes a diseñar una política pública que potencialmente solucione un problema real de la sociedad ecuatoriana. Dentro de las múltiples propuestas que han presentado a lo largo del semestre he podido identificar iniciativas innovadoras o no convencionales, nuevas modalidades de gestionar la política, nuevas aproximaciones para resolver problemas sociales e inclusive metodologías muy prácticas para reconocer las necesidades de los ciudadanos.

Pero las propuestas comienzan a flaquear en el momento en que los interrogo sobre la viabilidad de dichas políticas públicas. En definitiva, las preguntas están relacionadas al origen de los recursos, a la administración de tales recursos o la sostenibilidad, entre otras. Estas son dudas válidas que nos hacemos cada vez que el Gobierno anuncia el inicio de un proyecto.

Esto me lleva a pensar en las políticas públicas diseñadas por el Estado ecuatoriano para reducir la pobreza; especialmente aquellas que son de carácter no contributivo, como el Bono de Desarrollo Humano”, que fue creado para solventar las necesidades económicas de las personas en situación de pobreza. De acuerdo con el INEC (2018), el 24% de los ecuatorianos está catalogados como pobres y otro 9% vive en la extrema pobreza. Esto significa que alrededor del 33% de la población no puede asegurar ingresos mínimos mensuales.

Durante los últimos años, nuestro país ha otorgado a unas 290.000 personas dicho bono, cuyos valores dependiendo del número de hijos oscila entre los $ 50 y $ 150. En la actualidad, ese número ha aumentado significativamente, por lo que ahora lo reciben 410.000 personas.

A pesar de que el proceso de diseño de una política pública no es lineal, una de las últimas fases es la de evaluación. ¿Podríamos concluir que el Bono de Desarrollo Humano es una política pública efectiva porque aumentó el número de personas recibiendo dicho bono? Definitivamente no.

Uno de los problemas fundamentales de este tipo de contraprestaciones es que se presta para expandir la visión del Estado paternalista o asistencialista. De hecho, países como Finlandia nos han demostrado que políticas como las de la renta universal son un fracaso rotundo. En principio, porque se comprobó que los recursos entregados a los ciudadanos por el Estado no sirvieron de incentivo para que estos se dedicasen a emprender o generar mayores ingresos. Simplemente se encontraban cómodos y felices por haber adquirido estabilidad gracias a la aportación indefinida del Estado.

Es importante preguntarnos también cómo lograremos acabar con la “hiperdependencia” del Estado, sobre todo en estos momentos en que luego de diez años de despilfarro empezamos a reconocer nuestras limitaciones económicas. El Ministerio de Inclusión Económica y Social está realizando esfuerzos importantes para administrar el gasto social de una manera eficiente. Primero, porque reconocen la necesidad de que exista corresponsabilidad entre el ciudadano y el Estado. Por otra parte, han establecido condiciones para que los beneficiarios rompan los espirales de la pobreza por medio de la reinserción escolar y prevención de la desnutrición de sus hijos. Finalmente, porque han comprendido que estas políticas públicas tienen un tiempo de vida limitado. Que el fin último sea acabar con los fantasmas de la pobreza y así lograr generar más riqueza. (O)