Sin ser un velorio, era una reunión religiosa similar, en la que casi todos describíamos la realidad que estamos viviendo, con el color de la flor que cada uno traía. Pesimistas y optimistas compartíamos por igual el pastel ‘coronavirus’; cada uno dejando su flor junto al Crucificado y a la imagen de su Madre, la Dolorosa.
No vi una flor verde, símbolo de esperanza de resurrección. Dicen que es difícil encontrar esta flor. En la reunión recordamos la afirmación del apóstol Pablo, que invita a cultivar la esperanza: “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra esperanza” (1 Corintios, 15-14).
Después de esta pandemia, la esperanza urgirá la tarea de reconstrucción de familias, pueblos e instituciones. Se exagera afirmando que nos queda una tarea por comenzar de cero, pues lo que queda, lo no destruido, más que ayudar, ‘estorba’. Es general la pretensión de comenzar de cero, de ser padres de una nueva entidad. Esta pandemia es feroz; pero no la primera. Al examinar serenamente la realidad, miraremos que contamos con la fuerza de lo ya construido, de lo ya recorrido en nuestra historia general y en la de nuestras comunidades. No estamos vencidos, ante todo, porque contamos con el acompañamiento del Resucitado. Nos tocará renovar, tal vez desde el fondo, pero no destruir. La memoria, la historia es una fuerza.
Cultivar la esperanza es la principal tarea actual de los creyentes y de las personas de buena voluntad. La pandemia que azota al mundo, aunque es un mal, es también una invitación a la reflexión, esa acción personal actualmente poco atendida.
La reflexión nos ayuda a mirar en las ruinas físicas y humanas no solo sus elementos frágiles, sino también ese aliento, que les dio origen, que las fue corrigiendo y las sostuvo.
En la pandemia coronavirus encontramos rasgos contrapuestos, luces y sombras de la humanidad creada y de la humanidad encerrada en el egoísmo. La imagen de Dios –que es amor– está pintada por enfermeras, médicos, religiosas consagradas, sacerdotes, y tantos otros que aceptaron y aceptan, con el peligro de contagio, morir en la atención a los contagiados.
Son imagen del egoísmo, es decir, de la humanidad putrefacta los que se hacen fuertes con la debilidad de los enfermos.
Esta pandemia, que no es la primera y no será la última, trae lecciones, entre otras, las siguientes:
La pandemia nivela clases sociales, a los más o menos sabios y a los más o menos ignorantes, a ricos y pobres, a ‘creyentes’ y menos creyentes, a los socialmente poderosos y a los humildes de la Tierra. A todos les pregunta: ¿Para qué te sirven hoy dinero, títulos, poder, si no los empleaste para servir?
Ya que, de hecho, unos quieren y pueden vivir aislados, el coronavirus coloca en una y misma cavidad a quienes vivieron aislados y a quienes buscaron participar en las angustias y esperanzas. No gastemos energías en buscar culpables; dejemos esa necesaria búsqueda para tiempos de serenidad, indispensable para la objetividad; dejémosla especialmente a los que ejercen la autoridad en el campo de la salud. (O)