De repugnante, nauseabundo, inhumano o asqueroso se ha calificado a la miserable corrupción de los sobreprecios en el sistema de salud, descubiertos en medio de la consternación y la muerte por la pandemia. Nadie imaginó semejante perversión. Parecería que los decretos de emergencia terminan siendo utilizados por los bandidos, como licencia para delinquir y enriquecerse. ¿Imaginamos lo que pasó con cien y más declaraciones de emergencia durante el absolutismo correísta?

La corrupción extiende sus raíces a lo largo de nuestra triste historia, agravada por el fenómeno del populismo y el autoritarismo. Los diez años de poder absoluto del ciudadano que se esconde en Bélgica fue la década del dispendio y la rapacidad.

Max Weber, hace cien años, escribió una de sus mejores obras: Economía y sociedad, su teoría del dominio carismático, el tradicional, y la autoridad legal. Que los politólogos interpreten la complejidad de la trilogía de la autoridad y el dominio. Lo que interesa aquí es fijar la conexión y el parecido entre la dominación tradicional y lo que sucede con la corrupción. El patrimonialismo pertenece al género de lo que llamamos clientelismo político; y este es el núcleo esencial del populismo redentor.

Proviene de la cultura de la prebenda. Medrar y aprovecharse de los bienes públicos en provecho personal. Esta forma de hacer política considera como normal utilizar las instituciones y el patrimonio público como si fueran propios. Fuente de enriquecimiento fácil. Para quien vive de una conducta patrimonial no existe una línea que separe lo público de lo privado. El Estado, sus instituciones y recursos son de ‘todos’ y de ‘nadie’, entonces, de libre disponibilidad en provecho personal.

El patrimonialismo es propio de las prácticas populistas en una sociedad con instituciones débiles, sin el principio de legalidad ni reglas que se respeten. El Estado termina siendo esquilmado por la discrecionalidad, el abuso, la corrupción y la impunidad. Los pequeños caudillos actúan como dueños de sus feudos provinciales o ‘señoríos’. A quienes se les entrega las instituciones del Gobierno como botín de reparto. Así mantienen, conservan y amplían sus redes clientelares y refuerzan su influencia y poder. Los bienes y recursos públicos vistos como germen del fácil enriquecimiento o simple prolongación del patrimonio personal. Más si una parte de la población pobre y empobrecida los ve como los repartidores de migajas. El Estado, a merced de los nuevos caciques y grupos sin escrúpulos. Como la presa devorada por una jauría de lobos hambrientos.

El clientelismo patrimonialista se justifica entregando la administración provincial, el sistema hospitalario y la seguridad social, ¿por votos en el Parlamento? ¿cómo un intercambio de favores y lealtades?

Weber también escribió La política como vocación en 1919. Dijo que quien hace política aspira al poder, para ponerlo al servicio de una causa con la ética de la convicción. Nunca se habría imaginado que un siglo después hay quienes buscan el poder o utilizan al Estado solo para enriquecerse con pasión y desmesura. (O)