La sociología política sostiene que las sociedades alcanzan estabilidad, crecimiento y prosperidad, cuando son capaces de construir instituciones sólidas y reglas que se acatan. Un país sin instituciones ni políticas de largo alcance, permanece a la deriva y, con frecuencia, es manejada por algún caudillo redentor, portador de la verdad y la ilusión, con un pueblo dispuesto a ser encandilado por el discurso pomposo y milagrero, de espectáculo y comedia. Y, así, permanecen atrapados en el círculo perverso del adanismo caudillista.

Construir instituciones es colocarlas al margen de los vaivenes de la política del día y del clientelismo, dotarlas de equipos competentes y de calidad técnica, fuera de la prebenda partidista o del ideologismo.

La buena administración y gerencia pública no tienen color. Si la crisis de la pandemia ha desnudado la incapacidad del Estado, ha evidenciado que no hemos sido capaces de construir instituciones.

Y este es un hecho que nos debe avergonzar.

Luego de 190 años de accidentada vida republicana debemos admitir que todavía no tenemos instituciones. Los diez años de régimen autoritario terminaron por destruir lo poco que se había hecho. Desapareció la división de poderes. El Parlamento no ejerció la fiscalización política, el órgano de control constitucional terminó siendo guarida de buscadores de fortuna. Las entidades de control no actuaron. Todo ello reveló el ejercicio del poder desmedido que sobrevino en corrupción. Lo poco de institucionalidad fue cooptada y asimilada por quien se declaró jefe de todo y de todos. El Estado pasó a ser instrumento para agrandar el ego y satisfacer la avidez por el dinero fácil. Una máquina de clientela, distracción y corrupción.

Una sociedad con instituciones coloca las políticas públicas en materia de educación, salud, seguridad social, política internacional, contingencias de riesgos, o manejo fiscal, al margen de las coyunturas del día a día. Es lo que llamamos políticas de Estado. Pero acá no. La educación pasó a ser un instrumento de proselitismo político y parte del arsenal de ideologización; la salud, para pagar o devolver favores: y la seguridad social, un botín de asalto.

La necesidad de fondos para la estabilización, devorados y despreciados, la política fiscal al servicio del caudillo mesiánico y su afán de perpetuarse en el poder; y, la política internacional, subordinada a los sueños de fama universal. Las reglas desaparecieron en el predominio de la discrecionalidad, manejadas por los caprichos del poder. Y terminamos estando como estamos.

En la crisis, es necesario que los liderazgos que se perfilan en el escenario electoral estén a la altura de contribuir para que la misma no devaste a la nación; pero sobre todo, tener la capacidad para comprender que la tarea de administrar las dificultades y encontrar el camino de la recuperación exige un acuerdo nacional, que defina aquellas políticas públicas que deban estar al margen del juego engañoso, con un Estado ágil y eficiente, facilitando el emprendimiento y nos acerque a la dinámica del desarrollo. (O)