Por Jerónimo Ríos

Uno de los elementos vertebradores de la democracia es el conflicto. El ser humano es conflictivo por naturaleza, que no violento, y la democracia, a través de los partidos políticos, las instituciones y todo un elenco regulador de libertades, garantías, derechos y deberes, canaliza los conflictos y los resuelve de una manera institucionalizada. Sin embargo, en Colombia eso no sucede.

Allí, la protesta social, que es un derecho indisociable de la democracia, gracias al cual se problematizan, se visibilizan y se politizan necesidades o disconformidades de la ciudadanía, ha tendido a ser criminalizada. Esto es, resuelto desde una relación tan asimétrica como molesta, en la que las elites políticas y los aparatos represores del Estado reducen la protesta como mera antítesis del orden social y, por ende, cuanto más silenciada la sociedad, mucho mejor.

A lo anterior, tampoco ha ayudado el conflicto armado interno. Su alcance y significado permitió constituir una realidad de blancos y negros, sin matices, en donde cualquier atisbo contestatario de cambio social, de expresión de malestar, de denuncia a los abusos del Estado, era susceptible de ser simpatizante de la guerrilla y, por extensión de la violencia. Expresiones como “hacer un sindicato” o “mamerto”, que en otros países como Perú tiene su equivalencia en la palabra “terruco”, no hace sino estigmatizar la protesta y criminalizarla.

Y es que, por desgracia, la movilización social debe ser sustantivada en otros términos totalmente diferentes en Colombia. De un lado, no jugó a su favor que durante décadas, y haciendo valer la tesis del sociólogo francés Daniel Pécaut, la transformación social del Estado fuese patrimonializada por las guerrillas. Expresado de otro modo, es como si las necesidades y reivindicaciones de la sociedad, por décadas, hubieran quedado reducidas al binomio Estado-guerrilla cuando, en realidad, nunca fue así.

De otro lado, las elites políticas, generalmente, han estado acostumbradas a desactivar la movilización social sin diálogo ni mayormente concesiones. Es decir, o bien a golpe de represión, o bien a fuerza de cooptar ciertos sectores sociales a cambio de desactivar el reclamo y la confrontación. Sin embargo, en una transformación del paradigma de la movilización social, estas respuestas parecieran ser de otro tiempo y momento y, por ende, cada vez tienen más difícil asidero en los tiempos que corren.

La fuerza pública colombiana, igual que sus mandatarios, no ha aprendido todavía que el derrotero de la protesta social se resuelve democráticamente a través de intercambios cooperativos y que tiene que aprender a des-securitizar la misma. Ni la protesta es una amenaza para el interés del Estado, ni su expresión social y política pone en cuestionamiento los cimientos del sistema en términos rupturistas.

Durante décadas, la influencia de la Doctrina de Seguridad Nacional permitió que en el país, y extensible a todo el continente, se alimentase una necesaria militarización de la seguridad, reducida a represión y persecución de cualquier reclamo de cambio. Finalizada la Guerra Fría y desaparecidas la gran parte de insurgencias y movimientos guerrilleros, la persistencia del conflicto armado en Colombia hizo innecesario el cambio de paradigma.

Esto es, seguridad y defensa tienen derroteros diferentes, funciones y vocaciones distintas, relaciones totalmente disímiles con la ciudadanía. Pero en último término, el conflicto armado favoreció la continuidad de simplismos en donde la sociedad, cuando se organiza y actúa mostrando su inconformidad, en tanto que altera el status quo, termina siendo reducida a un mero enemigo sobre el que Estado debe desplegar toda su fuerza.

Los cuerpos policiales de los sistemas democráticos, desde hace mucho tiempo, han entendido que su relación con la ciudadanía y sus múltiples expresiones de protesta deben ser normalizadas e institucionalizadas, de forma que la evocación represora ha de ser estrictamente marginal y excepcional. Todo lo contrario, a cuanto sucede en Colombia, en donde Ejército y Policía en muchas ocasiones imbrican sus labores y en donde los excesos con la ciudadanía han terminado siendo demasiadas “manzanas podridas” de difícil justificación.

Por más que cueste a algunos dirigentes políticos, y también a ciertos mandos de la Fuerza Pública, en lo que concierne a la Policía, esta debe asumir una necesaria transformación en su rol y en su comprensión securitaria. Así, ya es momento de pasar de una seguridad nacional, e incluso pública, a una seguridad ciudadana de mayor proximidad, cercanía y apego a la sociedad y al contexto local.

De lo contrario, se sigue alimentando un marco jurídico y una orientación que más bien es propia de otro tiempo y, sobre todo, de otro lugar. Insisto, también un medidor de la calidad de la democracia es el rol que asume la Policía en el sistema, de cómo interactúa con la sociedad, y de cómo rinde cuentas, de manera transparente, a unos y otros.

Desmilitarizar la Policía no es sólo alejarla del estamento castrense, es formarla en derechos humanos, tolerancia y convivencia democrática. Es garantizar rigurosos procesos de selección, ascenso y reconocimiento. Pero también es lograr mecanismos de sanción y transparencia efectivos para conseguir que la concepción misional y de valores de la que disponen los mandos, altos y medios, de la institución permeen en el conjunto del cuerpo.

He ahí una de las cuestiones, tal vez, más complejas y sobre las que debe profundizar Colombia. Esa, y que el poder civil, al cual queda subsumido todo aparato policial, pueda exigir y condenar abusos y atropellos que, a todas luces, son indeseables. No puede ser que la respuesta del Gobierno de Iván Duque a acontecimientos como los de la semana pasada inviten a hacer pensar que es la ciudadanía, en su actitud de protesta y desencanto, la responsable de las desgracias que en último término han sucedido. (O)

Jerónimo Ríos es doctor en Ciencias Políticas y profesor de la Universidad Complutense de Madrid. @Jeronimo_Rios_

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