Esta Navidad y fiestas de fin de año serán diferentes. Las sillas vacías de los que se fueron en medio de la pandemia marcarán un contraste con la celebración de los que quedaron. Ha sido un año incierto y doloroso para muchos, la mayoría.

Hablábamos antes de la pandemia, con cierta vanidad intelectual, sobre adaptarnos para vivir en contextos de incertidumbre, pero nunca imaginamos algo así. Nunca nos pensamos tan vulnerables, luego llegó un virus y remeció todas las estructuras, las económicas, gubernamentales, sociales y familiares.

Se hizo evidente en el mundo la necesidad de tener políticos capaces, con criterio y preparación para administrar situaciones críticas, nos dimos cuenta de qué tipo de personas sirven para esas posiciones y cuáles no.

Tuvimos que ir adaptándonos a nuevos contextos y limitaciones. El encierro nos hizo construir sobre la marcha mundos digitales allá afuera y enfrentarnos con nosotros mismos acá adentro.

El miedo y la esperanza empezaron a luchar por ocupar un mismo espacio, mientras a lo lejos se escuchaban sirenas y por el teléfono nos llegaban imágenes de cuerpos botados, embolsados, sin rostro y sin nombre.

Ya han pasado diez meses, y por la desesperación, empezamos a definir relatos e interpretaciones sobre lo que vivimos y lo que se viene, unos apocalíticos y otros negacionistas, donde nos mentimos para tratar de creer que esto ya pasó. Intentamos normalizar esta situación con la idea de una nueva normalidad, que no tiene nada de normal y sigue siendo peligrosa.

En las redes sociales se dibuja ya una pérdida en la capacidad de asombro y empatía. Los mundos virtuales pueden vanagloriarse de sus causas sociales globales y discursos, pero en lo íntimo se observa una estética de la indolencia ante lo inmediato.

Ya llegó la Navidad, y con ella, como regalo inesperado, volvieron las medidas restrictivas. Volvemos a un confinamiento parcial, vuelve con eso el tiempo con nosotros mismos y el dolor de la conciencia del tiempo que no aprovechamos con otros.

Siempre fueron estas fiestas las que nos reunían. Donde nos encontrábamos para celebrar los afectos y las creencias, para repasar el año ido y quemar lo malo a través de un monigote, para ponernos nuevas metas que probablemente no se cumplirían, pero no importaba. La maleta, las uvas y las tradiciones eran suficientes para celebrar un nuevo inicio.

Ahora será distinto. Tendremos muchas sillas vacías, las de los que se fueron y las de aquellos con los que no podemos encontrarnos. Sin duda, cambiarán los propósitos para el próximo año. Aunque sea a la distancia, valoraremos a los que tenemos, a los que queremos y nos quieren.

Cuando se acerquen las doce del Año Nuevo, probablemente tendremos una copa al frente, y aunque sea en distintas circunstancias, será el momento para recordar que ya hemos salido de otras, como especie y como país, será la oportunidad para ver esa copa medio llena, agradeciendo que estamos aquí, pidiendo por los que se fueron y pensando en esos abrazos y conversaciones que tenemos pendientes con los que se quedaron.

Felices fiestas y un abrazo fraterno a cada uno de ustedes. (O)