¿Cuánto han perdido los estudiantes en este año académico? ¿Cuándo volverán los colegios y universidades a la normalidad? Son preguntas que escucho y que yo mismo me he hecho en estos días. Sin embargo, no hay que olvidar que la educación ya estaba en crisis antes de la pandemia.

En sendos foros se discutía sobre las estrategias pedagógicas, muchos apoyamos un repensar la educación, sus modelos, formatos, estructuras y objetivos, y de pronto, se nos vienen encima los cambios, aunque sean inciertos o improvisados de acuerdo a las circunstancias, y pareciera que ante esa incertidumbre, estamos añorando que las cosas vuelvan a ser como antes. ¿Queremos volver a lo que era?

Hace un tiempo escuché una frase muy sutil. “Las personas no están en contra del cambio, lo que no les gusta es cambiar”. Ya se hacía evidente que las premisas y estrategias formales de la educación no guardaban relación con la realidad y las demandas sociales y profesionales, por lo que se exigían revisiones y replaneamientos.

Esta suerte de crisis nos permite volver a hacernos ciertas preguntas sobre la educación en un mundo líquido. Repreguntarnos sobre qué representan el éxito y el fracaso en la educación. Sobre su propósito y los nuevos escenarios. Hablamos de innovación, fomentamos perder el miedo a equivocarse, sin embargo, demandamos a los colegios y universidades que tengan respuestas certeras para garantizar el servicio de educación que estamos pagando.

Una paradoja si entendemos que la educación debería promover, en su esencia, la capacidad de adaptarse a la incertidumbre y los distintos entornos para poder convivir, ser mejores ciudadanos y progresar como sociedad.

Si logramos despegarnos de nuestro peor enemigo, el paradigma desde donde fuimos educados, donde nos premiaban por responder correctamente, y no por hacernos buenas preguntas, podríamos pensar que estamos enfrentando un escenario fantástico para la educación, redescubriendo nuevas capacidades, identificando brechas, surfeando juntos la vulnerabilidad, todo esto en un fluir que dejará muchos aprendizajes.

Hemos aprendido también que de poco sirvieron las leyes de educación que operan como objeto de control, quitando autonomía a los colegios y especialmente a las universidades, y así, su posibilidad para aprovechar esta inmensa oportunidad para explorar caminos nuevos.

Tomando distancia de la crisis, en distintos ámbitos se comienzan a ver resultados interesantes de este experimento digital-social que estamos viviendo. Un estudio español plantea que el 66 % de las empresas de ese país ha aumentado la productividad desde la instauración del teletrabajo.

Volviendo a la educación, ¿cuánto han perdido los estudiantes en este año académico? No sé, pudieron sobrellevar un doble confinamiento, el que traían desde el mundo digital y ahora el de pandemia, probablemente redescubrieron el hogar, las labores cotidianas, se encontraron con la familia, aprendieron de cooperación, de carencias, de autonomía. ¿Cuánto han perdido? Dudo que en otro año escolar previo hayan ganado más.

Tal vez somos nosotros, los adultos, los que estamos reprobando. (O)