Recuerdo perfectamente cuando lo vi por primera vez allá cuando fue nombrado secretario del Partido Comunista soviético. Era diferente a lo que estábamos acostumbrados de cómo eran físicamente los premieres de la entonces no extinta URSS. Incluso su mujer Raisa tenía estilo y era de aspecto mucho más fresco y actual que sus antecesoras.

En seguida se puso a trabajar con Reagan y luego con Bush padre, para lograr el fin de la guerra fría a costa del sacrificio de dejar de ser un imperio y morir, afortunadamente de manera metafórica, devorado por su resolución. La huida de Polonia y Hungría del yugo soviético y la caída del muro de Berlín no anticipada por ningún intelectual ni politólogo, y su reacción mesurada, discreta, ni siquiera autoritaria; supuso la aceptación de que el cambio de régimen, la implosión de un imperio y el final de la historia, y el último hombre de Fukuyama estaban cerca. El confuso capítulo de su secuestro y liberación le conminaron a dimitir como presidente y secretario general, dejando a un atolondrado Yeltsin subido a un tanque, como el futuro de Rusia por casi 10 años. Desde entonces, Putin controla Rusia sin apenas aposición y maneja a su antojo los sueños guajiros de volver a ser un imperio. Más allá de un ser odiado al interior y adorado fuera, Gorby fue un excepcional estadista que apuntó lejos sin pensar en privilegios de nomenclaturas y supo cambiar la dirección de un engendro que ya no funcionaba, desmontándolo con la suficiente habilidad para evitar una guerra civil total que hubiera sumido en el caos, a vastísimos territorios y arrastrado a una Europa que necesitaba la reunificación alemana. (O)

Luis Peraza Parga, Houston, Texas, EE.UU.