Una tía y su sobrino, estadounidenses, llegaron al puerto de Guayaquil con el fin de vacacionar. Venían de Wichita, Kansas (Estados Unidos). No querían playas, querían ciudad. Fueron recibidos por sus familiares y el diluvio usual de nuestro invierno. Eso no les importó.

El hotel lo calificaron de excelente y el personal de recepción, restaurante y bar, de “superiores a los de nuestro país”. La primera gira fue por la Aerovía, les gustó y con cámaras no cesaron de filmar, quedaron sorprendidos por lo vacío que iban sus limpios cubículos; la vista desde arriba les pareció magnífica y se preguntaron por qué los ciudadanos no la utilizaban para transportarse a Durán. Llegaron a dicha pequeña ciudad, tomaron un taxi para recorrerla durante una hora; les gustaron los árboles, pero no la suciedad reinante. Jamás vieron policía resguardando la seguridad ciudadana. Almorzaron, de regreso, en Puerto Santa Ana, lo calificaron con muchas estrellas, y el menú, el ambiente, la belleza y apacibilidad del lugar; pero criticaron la catarata de basura que emana del cerro en el que se asientan las casas multicolores.

Los clubes y restaurantes de Guayaquil y Samborondón se acercaron a la turística guía Michelin. La ceremonia en la Catedral por el Viernes Santo los dejó impresionados, más aún la representación de un Jesús azotado por centuriones; el vídeo fue despachado a Copenhague, Dinamarca. De regreso al hotel optaron por un martini, en la enorme pantalla de TV, el Capwell y su encuentro Ecuador–Chile con la sub-17, emocionante escuchar los himnos, pero las cámaras mostraron luego un estadio desértico. Tony se preguntó: “¿Jugando Ecuador no hay público?”, Kirsten dijo: “A lo mejor prefieren ver jugar a equipos más grandes”. En el aeropuerto, de regreso al hogar, expresaron: “Bonita ciudad..., volveremos para un próximo verano”. (O)

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Jorge Mateo Suárez Ramírez, crítico de cine, Guayaquil