El origen de la Cuaresma se remonta al siglo II. En el IV, se configuró en cuarenta días, a semejanza del tiempo de peregrinaje del pueblo de Israel con Moisés, y del que pasó, Jesús, en el desierto. Comienza el Miércoles de Ceniza y se prolonga hasta el Jueves Santo (este año desde el miércoles 22 de febrero hasta el jueves 6 de abril). Es uno de los tiempos fuertes de la Iglesia para prepararnos a la Pascua, lo más importante en el cristianismo.

La cruz y la muerte de Jesucristo impresionan vivamente nuestra sensibilidad y nos mueve a amar a quien por nuestra Salvación se entregó tan generosamente; pero el cristianismo no se queda en el sufrimiento y la muerte: lanza su mirada hacia la felicidad eterna que nos espera tras la resurrección de nuestra carne, si vivimos como debemos. Tres palabras identifican la Cuaresma: ayuno, oración y limosna. El Miércoles de Ceniza siempre las iglesias se llenan de fieles y se nos recuerda nuestro origen (‘Dios formó al hombre con polvo de la tierra’), nuestro final terreno (‘hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste hecho’) y la vanidad de las aspiraciones terrenas (riquezas, títulos, poder...). En el Antiguo Testamento cubrirse con ceniza era símbolo de arrepentimiento de los pecados (Jonás, 3, 6, por ejemplo). En el Nuevo aparecen lamentos (los “ayes” de Jesús sobre ciudades impenitentes: Mateo 11, 21; Lucas 10,13). A nivel personal, social y político, debemos reconocer nuestros pecados y arrepentirnos si queremos evitar que la ira divina descargue justicia. No es bobada: si se es responsable, la conciencia nos espolea y con nuestro asentimiento o el voto podemos estar a favor de los verdaderos derechos humanos, o colaborar en crímenes que claman venganza al Cielo. (O)

Josefa Romo Garlito, Valladolid, España