La procesión de civilizaciones a lo largo de los siglos ha dejado tras de sí una estela de esqueletos de grandes urbes convertidas en deshabitadas ruinas. Más frecuentes son los casos de decadencia que termina transformando boyantes metrópolis en villas de segunda categoría. El futuro de la capital del Ecuador se ve con angustia y miedo. Vivimos un proceso cuyo inicio no se puede atribuir a una u otra administración, ni siquiera se puede señalar con aproximación cuándo comenzó. Como es fácil de percibir, se está produciendo un abandono acelerado del perímetro urbano clásico de Quito, por parte de las clases ricas.
El casco urbano histórico se desarrolló encerrado entre las faldas del Pichincha y las colinas orientales (Puengasí, Itchimbía, Auqui, Pata de Guápulo, Wanwiltawa y otras). Por eso la ciudad adquirió una forma alargada longitudinalmente, poco cómoda para un desarrollo urbanístico adecuado, pues planteaba severos problemas de movilización y de distribución de servicios. No siempre se dio con las respuestas apropiadas, así en el siglo XXI los estratos acomodados y pudientes de la población comenzaron a escurrirse hacia el valle de Tumbaco, que experimentó una explosión urbanística que reprodujo casi inmediatamente los problemas de los que venían huyendo estos grupos sociales. El crecimiento desordenado y su correlato, el caos de la circulación, igualaron a lo que se experimentaba en los barrios residenciales del núcleo urbano. Pero estas y otras incomodidades no detuvieron el éxodo, que se incrementó cuando las clases medias siguieron el camino de las más adineradas, como es usual en estos fenómenos. El pico se alcanzó con la reciente pandemia, pues muchísimas familias, asfixiadas en pequeños departamentos durante el aislamiento, decidieron buscar nuevas alternativas con luz y espacios verdes, condiciones que se cumplen más fácilmente en el valle.
La presencia de consumidores con alta capacidad de gasto es fundamental para miles de actividades y negocios en el casco urbano. Algunos de estos están resolviendo la coyuntura mediante la apertura de sucursales, pero otros directamente se trasladan a los nuevos puntos calientes tras el cierre de sus locales tradicionales. Actividades tan importantes como la gastronómica están visiblemente afectadas por esta tendencia, lo que repercute en el vital sector turístico, que no puede subsistir exclusivamente con la clientela de visitantes extranjeros. Las labores culturales se han reducido en número y en dimensión, con el agravante de que el valle no tiene suficiente población interesada como para generar un movimiento propio. Ni hablar del vital sector inmobiliario, los precios de toda clase de inmuebles han caído precisamente en las zonas que siempre se consideraron “de primera”. Barrios que han sido abandonados hasta por los cuidadores de carros y cuadras en las que se pueden contar diez letreros ofreciendo con tono desesperado “arriendo o vendo”. Este texto se basa en impresiones, pero las señales son claras e innegables, es evidente que se requiere que urbanistas, sociólogos y autoridades estudien el fenómeno para proponer explicaciones y, ojalá, soluciones. (O)