“Se entiende por organización sin fines de lucro aquella cuyo fin no es la obtención de un beneficio económico sino principalmente lograr una finalidad social, altruista, humanitaria, artística, comunitaria, cultural, deportiva y/o ambiental”. Así lo señala el artículo 3 del Decreto Ejecutivo 193 de 2017, que otorga personalidad jurídica a las organizaciones sociales: corporaciones, fundaciones y otras. El 193 dejó sin efecto los polémicos decretos 16 (2013) y 739 (2015), que restringían la libertad de asociación y establecían causales ambiguas para su disolución.
A fines del siglo XX, y a tono con la nueva gestión pública, las organizaciones de la sociedad civil buscaron ser más eficientes en la prestación de servicios, capacitándose en planificación y desarrollo, acordando propuestas intersectoriales, buscando financiamientos múltiples e inversión social. El proceso se vería limitado por los decretos 16 y 739, que cuestionaron sus “idearios, compromiso ético, capital humano y capacidad de innovación” (M. Chiriboga, 2014).
Ahora, el tercer sector se encuentra en una encrucijada, agravada por la pandemia, con el cierre de organizaciones, crecientes brechas de financiamiento, escasa capacidad para repensar tecnologías sociales y poca habilidad de negociación. Si antes era clara su identidad frente a los sectores público y empresarial, hoy, a tono con el mundo líquido que habitamos, no son tan visibles sus bordes. Si décadas atrás “le dábamos rostro a una hidra de mil cabezas”, ya no es posible abarcar su creciente heterogeneidad con el impulso y vitalidad de origen.
Información relevante del foro anual de la Sociedad Internacional de Investigación para el Tercer Sector, realizado recientemente, incluye su caracterización actual: directorios eternos, con muy poca participación femenina; débil colaboración entre pares y/o con gobiernos; insuficiente rendición de cuentas (presupuesto, metas, acceso a datos); escasa evaluación de programas y proyectos; falta de difusión de resultados; limitada promoción de la cultura de donación.
El aumento de fundaciones empresariales en la región, según el Sociedad Internacional de Investigación para el Tercer Sector, es evidente, alcanzando el 49 % del total al 2020, mientras en Europa representan el 4 % y en Estados Unidos, el 3 %. Las fundaciones independientes (no religiosas, familiares o corporativas) suman el 27 % del total; siendo en Europa el 87 % y en Estados Unidos el 92 %. En cuanto a temáticas, las entidades filantrópicas priorizan la educación (44 %) y el bienestar social (40 %), seguidas por desarrollo productivo (23 %); arte, cultura y patrimonio (23 %); políticas e instituciones (19 %); salud (16 %); primera infancia y juventud (16 %); ambiente (15 %); y ciencia y tecnología (10 %).
Con estos antecedentes me pregunto si, con miras al cumplimiento de la Agenda 2030, es hora de que el tercer sector construya una renovada identidad, sin perder sus legendarias cualidades de tenacidad, optimismo y cooperación con la población más vulnerable. ¿Habrá que ir más allá de la finalidad social para lograrlo? ¿Cuál sería, en ese caso, su impacto en el ejercicio de las libertades civiles? ¿Cuál, su rol político? (O)