¡Llegó el camión de la basura! Anaranjado, a juego con los trajes de los acróbatas que cigarrillo en mano suben y bajan de él a saltos, levanta en el aire un basurero de colores y, de un solo movimiento de baile, lo pone de cabeza vaciando así su contenido en su vientre que retumba como un tambor. Es un espectáculo para chicos y grandes. Al escuchar su ruido inconfundible, mi hija de 3 años me obliga a bajar corriendo a la calle. Los trabajadores municipales encargados de la basura en mi barrio ya nos conocen y nos saludan mientras los seguimos evitando chocar contra los contenedores ya vacíos. Los hay de cuatro colores: azul para papel, amarillo para empaques reciclables (excluyendo botellas de PET y latas: si las devuelves en el supermercado recuperas los 25 cént. adicionales que pagas al comprarlas), café para restos orgánicos, y gris, los miserables basureros grises adonde va a parar lo inclasificable, incluida la carne podrida. Los vidrios hay que llevarlos hasta los contenedores designados en cada barrio y separarlos por colores: transparente, verde y café. Menos las botellas de cerveza, aguas y jugos que son retornables (8 cént).

Tirar la basura en Alemania es una ciencia, pero es engañosa esta ilusión de orden y control. La realidad tras el teatro de separación y reciclaje se condensa en la pregunta de mi niña al despedirse de sus amigos recolectores de basura: “y ahora, mami, ¿a dónde van?”. Para entender la magnitud del problema, divido la pregunta en dos: 1. y ahora, 2. a dónde. Ahora es hoy, un día de la semana cuando los camiones recogieron toneladas de basura. Mañana serán más, y al día siguiente, más y más… hasta el fin de los tiempos. Lo cual nos lleva a la segunda parte: a dónde. Si se repite infinitamente el hábito de consumo, desecho y recolección, ¿dónde esconder, enterrar, quemar, reciclar, compactar, transformar esa cantidad colosal de materia?

La pregunta inocentemente deprimente de mi hija se sumó a todos esos reportajes sobre basura en los océanos con fotos de tortugas y delfines con plástico hasta las narices. Además, los países ricos exportan su basura a los pobres y no se recicla ni la mitad de lo que botamos, limpiándonos así la conciencia, en los contenedores de ‘reciclaje’. Harta, un día dije basta, en esta casa se acabó la basura. Remplacé los cosméticos por opciones en barra o pastillas. Pero mi hija adolescente quiere las marcas que usan sus cantantes favoritas de k-pop. ¿Y cómo negarle a mi esposo su ritual semanal de visitar la tienda iraquí de donde regresa cargado de paquetes de plástico llenos de galletas y dulces árabes, yogur, tahini y las historias de la familia de refugiados propietaria del local? ¿Y los pañales nocturnos de la niña, mi leche de avena, mi café italiano?

Día a día seguimos produciendo basura como si no hubiera un mañana. Algunas noches me encuentro con algún vecino bajando su propia basura. Me imagino a todo el barrio, a toda la ciudad, el país, el continente, el mundo haciendo lo mismo: entre avergonzados y aliviados, cumpliendo con el ritual mágico por el cual creemos deshacernos, en silencio, de los rastros de nuestras vidas emplasticadas. (O)