¿He ahí el dilema? En estos días de intensa banalidad política, dos recuerdos se pasean por mi texto. El primero: la magnífica serie Algo en qué creer, producida por Adam Price, autor de Borgen. El premiado dramaturgo presenta la vida diaria e íntima de un reputado pastor luterano, quien sufre una crisis religiosa que lo lleva a replantear su vida. Esposa e hijos (dueños de sus contradicciones y destinos), colaboradores, fieles, y hasta la burocracia eclesial danesa se verán afectados por las decisiones del ministro de la Iglesia.

El segundo: la correspondencia cursada entre el filósofo Umberto Eco y el arzobispo de Milán, Carlo María Martini, publicada por la revista Liberal (1995) con el título ¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética en el fin del milenio. Ambos pensadores, uno ateo, el otro jesuita, comparten sus profundas e intransferibles miradas acerca de tener o no tener fe. El resultado es un fascinante debate que atraviesa temas controversiales: apocalipsis, esperanza, aborto, homosexualidad, género, ciencia, bien, verdad, ética, lo absoluto.

Eco sugiere una noción común de esperanza. Martini comenta que tiene que haberla, ya que muchos no creyentes se entregan en nombre de los más altos valores sin compensación visible. Pero afirma no comprender la justificación de la ética laica ni dónde encuentra la luz del bien para profesar principios morales sin reconocer el anuncio del Reino de Dios o la referencia a un Absoluto. Se pregunta “cómo una existencia inspirada en estas normas (altruismo, sinceridad, justicia, solidaridad, perdón) puede sostenerse largo tiempo y en cualquier circunstancia si el valor absoluto de la norma moral no está fundado en principios metafísicos o sobre un Dios personal”.

La respuesta de Eco al arzobispo ilustra su concepción de la ética, aseverando que es “cuando los demás entran en escena” que esta nace y de lo que trata es de una condición básica, la mirada del otro: “Es su mirada lo que nos define y nos conforma (…), esta conciencia de la importancia de los demás es suficiente para proporcionarme una base absoluta, unos cimientos inmutables para un comportamiento ético”. Sostiene el filósofo que los no creyentes consideran que nadie les observa desde lo alto; por tanto, nadie podría perdonarles. Y señala que los fundamentos absolutos, como Martini los define, no impiden pecar a los creyentes, aun sabiendo que lo hacen: “La tentación del mal está presente incluso en quien posee una noción fundada y revelada del bien”.

A propósito de su obra Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Octavio Paz observa que quien escribe adopta, comúnmente, el sistema de las prohibiciones –tácitas pero imperativas– que constituyen lo decible en una cierta época y sociedad. Pero que aun así, y no pocas veces, los autores violan este código y dicen lo que no se puede decir; lo que ellos y solo ellos tienen que decir. Por su voz habla la otra voz: “La voz réproba, su verdadera voz”. Muchas gracias a EL UNIVERSO, en la celebración de sus 100 años de insigne y honorable trayectoria, por privilegiarme con un espacio para hacerlo posible. (O)