Lo descubrí hace años visitando a un amigo en una clínica española. Mientras lo acompañaba y charlábamos de bueyes perdidos, se hizo la hora de almorzar. Apareció entonces la camarera con un par de platos suculentos y una botella de tinto de la Rioja. Mientras reclamaba mi copa, pregunté si había algo que celebrar. “Nada”, me contestó la empleada, “el señor no tiene ninguna indicación sobre lo que puede comer...” y no dio más explicaciones.

Las explicaciones me las di yo cuando razoné que cura más una tortilla de papas con vino tinto que las zanahorias hervidas con agua tibia.

Sé que el ajo o las cebollas tienen grandes propiedades curativas, pero no me refiero al remedio del cuerpo sino al del alma: después de la cercanía de los afectos no hay nada como una buena comida y una buena bebida para estar saludables, precisamente porque son una demostración de afecto. Por eso me preguntaba —en esta columna y ya en plena pandemia— si curan más los afectos o la soledad.

Entonces la autoridad sanitaria nos había confinado a todos en nuestras casas y si aparecía algún enfermo se lo llevaban como a un leproso de la época de Jesucristo.

A medida que el confinamiento se fue flexibilizando hemos podido encontrarnos con socios, compañeros de trabajo, colegas, clientes... y también con nuestros afectos más cercanos; pero para oírnos y vernos con los que están más lejos hemos tenido que recurrir a viajes estrambóticos al locutorio carcelario de los sistemas disponibles en las redes.

Ahora, cuando han pasado doce meses desde que se declaró la pandemia en el mundo, puedo sostener sin ningún complejo la afirmación del título, convencido de que la comida y la bebida son parte elemental de esos afectos, pero sobre todo son los afectos mismos los que necesitamos para fortalecer nuestra salud.

Siempre ha sido así, siempre ha curado más cualquier enfermedad un caldo de pollo con nombre y apellido que diez blísteres de remedios de todos los colores, no tanto por el caldo de pollo como por el cariño que significa ese caldo de pollo.

He sido testigo de esto que ahora aseguro, pero es tan de sentido común que me atrevo a universalizarlo.

Todos saben, pero especialmente los médicos, que no es una buena idea aislar a los pacientes, arrinconarlos lejos de sus afectos, no darles esperanzas ni mostrarles motivos para vivir, tengan la enfermedad que tengan. Y cuanta más edad, peor es.

Me retrucarán que hay enfermedades muy contagiosas, como el COVID-19. Que esos contagios se transmiten por el aire y por todo lo que tocamos...

Está bien, pero para demostrar el afecto no hace falta acercarse tanto, ni verse en lugares cerrados...; además, todos tenemos que comer y cuanto más rico, mejor.

Estoy seguro de que tiene mejor resultado correr algunos riesgos de contagio que dejar a las personas aisladas y a su suerte en un hospital donde se corre tanto o más peligro que en cualquier reunión familiar. (O)