A veces tengo la sensación de que mi único patrimonio espiritual, y también material, son mis libros de poesía, los que colecciono desde hace tantos años; y quizá tener esos ejemplares junto a mí es una circunstancia llena de sentido: son compañías queridas o talismanes, quizá brújulas o abismos. Por eso, cuando un gran libro llega a mi colección, la fiesta interior es intensa. Y así ha sido el arribo de El color de la granada (Visor, 2016), el poemario con el que la escritora quiteña, radicada en Lisboa, Carla Badillo Coronado (1985) se alzó con el XXVIII Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe a la Creación Joven.

Si bien el premio es a la creación joven, Carla Badillo es un alma vieja, que ha recorrido ya los extraños territorios de la historia de Armenia, las teologías y las montañas sagradas, las cintas primarias de antiguos rodajes, en fin, el trascurrir del tiempo: “el vino que otros beben/ por eso acaban siempre embriagados de recuerdos”. En este punto, hay que entender algo fundamental: el poemario es un homenaje a Sayat Nova y a Sergei Paradjanov. El primero, un poeta, músico y trovador místico de origen armenio, cuyo nombre en persa significa Maestro de los Cantares. El segundo, uno de los directores de cine armenios más controversiales de la era soviética, perseguido por acusaciones de homosexualidad, tráfico de armas y porque en 1968 dio a luz a la película El color de la granada, un retrato de la vida de Sayat Nova.

La poesía de Badillo Coronado destila una madurez cuya epistemología sólo puede encontrarse en la divergencia —¿o comunión?— entre lo sagrado y lo profano (Mircea Eliade). Así como Dante transita los distintos y complejos estados del alma (entre la vida y la muerte), el personaje Sayat Nova —convertido en un sujeto de la literatura por Carla— hace un viaje de similares intensidades, no a la muerte, sino a la transfiguración, que en términos filosóficos o teológicos es la conversión del cuerpo humano, que es mortal, en la luz, en lo etéreo, en lo divino, sagrado o eterno. Quizá ese esencial trayecto se pueda comprender, universalmente, en toda vida con aspiración espiritual: “Esta religión que es la poesía nadie me la impone/ aún en la vibración de una nota desafinada existo/ y hay belleza en esta melodía incompleta/ porque incompleta fue mi vida/ y sin embargo luminosa”.

Por mi parte, debo decir que tengo dos formas de leer los libros de poesía: los devoro de principio a fin o les ruego un destello de luz: “Volvemos a las páginas de un libro que todos escribimos con el cuerpo”. Sabemos que los romanos antiguos abrían la Eneida de Virgilio en una página al azar para descifrar su suerte. Los primeros cristianos lo hacían, o lo hacen todavía, con la Biblia. Tengo un amigo, científico y poeta, que lo hace con la música de Bob Dylan, porque los clásicos, inevitablemente, contienen el espectro de las experiencias humanas. Al practicar este rito de lector con el libro de Carla Badillo, encontré el poema 41. Y sí, hay un mensaje: “Por eso ahora mi piel cubre las grietas/ de todos los ancianos prematuros/ de todos los que alguna vez temblamos/ en los brazos de un huracán”.

Curiosamente, no leí inmediatamente este libro. Esperé el momento adecuado. Antes lo llevé a la cumbre del Ruco Pichincha, a donde llevo aquello que para mí es más importante, para que me acompañara, para que me guiará: “Escribir/ romper las paredes del tiempo/ revelar palabras de otros siglos/ y sin embargo/ seguir usando el mismo lenguaje”. Desde la niñez del poeta se atraviesa su juventud, su paso por la Corte, su expulsión, su reclusión lúcida en el monasterio, su sueño, su muerte por los soldados del Shah de Persia, su elevación o iluminación o transfiguración. En el fondo, es el trayecto sin remedio que cruzan la vida y la escritura: “el verdadero idioma”. Por lo demás, Carla Badillo, poeta, música y trovadora mística, quizá también sabia y joven anciana prematura, nos explica que la granada es el fruto rojo de las zonas desérticas que se utiliza para colorear telares: “La primera vez que teñí telares en mi pueblo/ fue con el corazón de una granada/ la última en un monasterio/ a la fuerza y con mi sangre/ pero en ambas ocasiones toqué mi rostro/ sobre el lienzo blanquísimo de la Nada/ como un Narciso reflejado en las aguas de la eternidad”.