Vivimos en un mundo que exige cooperación, pero que al mismo tiempo premia la competencia. Un claro ejemplo de esta paradoja es la crisis climática. Sabemos lo que hay que hacer: reducir emisiones, transformar la matriz energética, y replantear nuestros modelos de producción y consumo. Sin embargo, el avance es lento, no por falta de información, sino por la estructura misma del sistema en el que operamos.
Aquí es donde la teoría de juegos ofrece una explicación valiosa: estamos atrapados en lo que podríamos llamar “el dilema del prisionero climático”, donde decisiones racionales a nivel individual conducen a resultados irracionales a nivel colectivo.
Un problema de todos
El dilema del prisionero es un modelo clásico de la teoría de juegos que ilustra por qué dos personas pueden no cooperar, aunque hacerlo beneficie a ambas. En su versión original, dos sospechosos son interrogados por separado y deben decidir si cooperan entre ellos (guardan silencio) o traicionan (delatan al otro). Si ambos callan, reciben sentencias leves; si uno delata y el otro no, el delator queda libre y el otro es castigado severamente; si ambos se delatan, obtienen condenas moderadas. La paradoja surge porque, a pesar de que la cooperación mutua genera el mejor resultado global, cada persona tiene incentivos para traicionar.
Este mismo patrón se refleja en la crisis climática. Cada país enfrenta una disyuntiva similar: invertir en políticas ambientales con costos económicos inmediatos o maximizar su crecimiento aprovechando la ausencia de restricciones. Si todos cooperan reduciendo emisiones, los costos se reparten y todos se benefician de un clima estable. Si algunos cooperan y otros no, los primeros asumen los costos mientras los beneficios se distribuyen entre todos. Si nadie coopera significativamente, todos obtienen ventajas económicas a corto plazo, pero enfrentan juntos las graves consecuencias del cambio climático.
¿Quién querría ser el primero en asumir los costos?
El problema se agrava por la desigualdad entre los actores. Algunos países han contribuido más históricamente a las emisiones globales y han desarrollado sus economías con pocas restricciones ambientales. Por esa razón, para ellos asumir compromisos ambiciosos implica aceptar responsabilidades que pueden afectar su competitividad. En contraste, los países en desarrollo reclaman su derecho al crecimiento económico y solicitan apoyo para implementar transiciones sostenibles. Esta asimetría dificulta los acuerdos, ya que nadie quiere ser el primero en asumir los costos.
El dilema también se presenta en el ámbito empresarial. Una compañía puede adoptar prácticas sostenibles, pero si sus competidores no lo hacen, puede perder ventaja en el mercado. Los consumidores enfrentamos un dilema similar: muchos queremos opciones más sostenibles, pero nuestras decisiones cambian cuando estas son más caras o menos convenientes.
La atmósfera: un bien común
Este dilema se entrelaza con “la tragedia de los comunes”, concepto popularizado por Garrett Hardin en 1968. La atmósfera es un bien común global donde cada actor se beneficia de sus propias emisiones, mientras los costos se distribuyen entre todos. A diferencia de otros recursos locales, donde las comunidades han desarrollado sistemas efectivos de gestión —como demostró Elinor Ostrom, Premio Nobel de Economía—, la atmósfera global carece de mecanismos efectivos de gobierno. No hay una autoridad internacional con poder suficiente para imponer límites de emisiones a todos los países.
El panorama actual de la acción climática refleja una realidad compleja donde los avances y retrocesos coexisten. Un obstáculo clave ha sido la creciente politización del cambio climático, que ha convertido un desafío científico en un campo de batalla ideológico. La crisis climática ha sido erróneamente encasillada como preocupación exclusiva de determinadas corrientes políticas, distorsionando su naturaleza universal. Este secuestro ideológico dificulta el consenso necesario, especialmente en momentos de polarización política, donde acuerdos internacionales quedan sujetos a vaivenes electorales.
Sin embargo, hay razones para un cauto optimismo. El sector privado, impulsado por incentivos de mercado más que por posturas ideológicas, está liderando transformaciones significativas. La drástica reducción en el costo de las energías renovables hace que la transición energética no solo sea ecológica, sino económicamente viable. Además, han surgido coaliciones que trascienden divisiones políticas tradicionales: gobernadores, alcaldes y líderes empresariales encuentran puntos en común en iniciativas que generan beneficios tangibles, como aire más limpio, empleo en sectores emergentes y mayor resiliencia ante desastres naturales.
Definiendo el futuro/La cooperación es la clave
Quizás el camino más viable no sea esperar un gran acuerdo global unánime, sino construir una red de iniciativas prácticas, tecnológicamente viables y económicamente sensatas. Este enfoque “de abajo hacia arriba” puede ser más resistente a los ciclos políticos. La teoría de juegos muestra que, en dilemas del prisionero repetidos, los actores eventualmente aprenden que la cooperación ofrece mejores resultados a largo plazo. No obstante, con el clima enfrentamos una situación única, ya que no tenemos el lujo de múltiples iteraciones para corregir errores. Las decisiones que tomemos en las próximas décadas definirán el futuro por siglos.
Proteger nuestro clima compartido no es una cuestión ideológica, sino un imperativo pragmático. La naturaleza no negocia con nuestras preferencias políticas; responde únicamente a leyes físicas que gobiernan nuestro planeta y que, una vez superados ciertos umbrales, pueden desencadenar cambios irreversibles. (O)