Escéptica de la palabra felicidad, siempre he creído que una vida generosa es la que colecciona momentos agradables, gestos de empatía y solidaridad de los demás, conversaciones caudalosas y apasionadas, en fin, entendimiento y afinidad por encima de los problemas y desastres que trae consigo la existencia. Dominados por lo instantáneo, el valor de la memoria se agranda cuando reparamos que el recuerdo tiene más puesto que el hecho vivido. De allí que mire hacia atrás para reconstruir qué puede llenar los días y percibir que entre amanecer y anochecer repetidamente, lo espectacular es excepción.

Bien vale fijarse en lo pequeño. Hubo un tiempo en que el cruce de cartas –manuscritas, sujetas al lento ritmo del correo viajero– fue motivo de suspenso y alegría. La amabilidad de la vida se expresaba en un jardín florido, en el café de las cinco de la tarde, en la espera infantil por el vendedor de helados. Las escenas de una cotidianidad venturosa pueden multiplicarse en la medida en que no se rompe el molde de lo simple. No puedo introducir en ese rostro diario y benévolo ni la enfermedad ni la pobreza, así como tampoco la sobreabundancia y el lujo, porque entonces se pierde la medida de las cosas. Algún experto sostuvo que los países desarrollados conforman una gran clase media, situando en la medianía de los bienes y los servicios la aspiración de una mayoría sana.

¿Qué llena el horizonte del joven de hoy? Naturalmente, estudio y trabajo. Lo tiene claro, aunque la sed de diversión y ese ímpetu banal y hedonista que parece empujarlo hacia caminos de desperdicio y riesgo sea una tentación constante. Los confusos dictados de la publicidad y la moda pueden hacer sentir miserable al que no ha ido a Disneyworld tempranamente o al que no viste ropa de marca. El discurso del derecho a prosperar les ha hecho a algunos acortar el camino por vías torcidas y la rampante corrupción es la respuesta a los procedimientos para conseguir pronto lo que podría llegar luego de una vida de afanes.

Cuando la meta es la riqueza no hay pequeñez que defender, menos apreciar. Las casas pierden su aura de refugios y se tornan palacios; los vehículos, su funcionalidad para ser objetos cotizables. La belleza que tanto nos enseñaron a buscar –porque Occidente dejó lecciones que tenemos interiorizadas sin darnos cuenta– es resultado de artificios supremos y también se mide por los dólares que se invierten en el esfuerzo.

Me detengo. Regreso a mirar la fotografía familiar que luce varios rostros que ya se han ido. El florero de la abuela que cruzó por las manos de cuatro generaciones. El juego de naipes que sigue estando en el cajón del aparador, siempre a la mano para la ocasional reunión nocturna. La esferográfica que me regaló un grupo de alumnos. El amado librero donde se agolpan libros de mi padre, de mi hermano mayor y los míos, inextricablemente unidos, aunque solo yo sepa sus historias. La máscara hoplita, souvenir de un viaje memorable. La pintura de autoría de mi amiga de la adolescencia, que se fue del Ecuador para no volver jamás. Pequeñeces, objetos que se cargan con el polvo de los tiempos. El contraste con los enormes recuerdos que levantan a su mera contemplación ratifica el oleaje interior que acaricia la psiquis de quien se precia, solamente, de haber vivido con la atención despierta. (O)