La utilización de la palabra ética para analizar situaciones es común en nuestra época. Se habla de ética del sufrimiento, de la solidaridad, de una pública o privada, entre tantas otras, porque cada acción humana puede ser examinada a la luz del cumplimiento de sus fundamentos morales. También se han escrito obras dedicadas a personas, la más conocida lo fue por Aristóteles para su hijo, Ética a Nicómaco, y en estos tiempos, Fernando Savater publicó su conocida Ética para Amador. Entre nosotros destaca el libro de Eduardo Peña Triviño, Propuesta de una ética laica.

En este escenario y en la coyuntura política de nuestro país, escribo pensando en el grupo de funcionarios públicos que forman parte del nuevo Gobierno y de la nueva Asamblea que conducirán a nuestra sociedad en los próximos años. Lo hago reflexionando sobre la condición humana y sus circunstancias y desde el respeto por todos y por ellos, consciente de que lo que aquí plasmo como texto, en esta ocasión y siempre, me ha permitido constatar mi propia precariedad frente a las posibilidades de excelencia. No escribo por considerarme ejemplar –inimaginable pretensión– sino porque adhiero a lo que representa la ética como forma de vida que sostiene que las virtudes potencian la sostenibilidad y los errores atentan contra ella.

Las personas, palabra que en su raíz latina significa actores, somos eso, seres que interpretamos diferentes roles que tienen cada uno de ellos libretos que seguimos de una u otra manera. Así, los roles de padre, funcionario, deportista y todos los otros tienen definidas líneas de comportamientos que se consideran adecuados éticamente. También para los gobernantes existe un libreto a seguir. Gestionar, sistémica y orgánicamente el guion ético de los equipos que gobiernan y legislan es el insoslayable camino para alcanzar mejores niveles de calidad política, no siendo suficiente la emisión de códigos de ética y sí necesario planificar, ejecutar, dar seguimiento y evaluar esa búsqueda moral permanente. Porque eso es la ética… una práctica constante, comparable con el ejercicio físico, que cuando se suspende y no gestiona, los resultados no se dan. Imaginémonos a un deportista de élite, Carapaz, definiéndose verbalmente como el mejor, sin que su vida diaria –en la práctica– esté dedicada metódicamente a serlo.

Las virtudes sociales adquieren especial relevancia en los gobernantes, destacándose como la mayor, porque engloba a todas, al respeto del imperio de la ley, que debe ser el referente de las autoridades públicas, no para manipularlo en defensa y sostenimiento de estratagemas, sino porque constituye la esencia misma de la República.

Y se debe tener cuidado con el frívolo envanecimiento –siempre posible– que puede ser el resultado del adulo y las lisonjas que reciben en estos días los nuevos gobernantes, no por ello, diferentes en nada a su condición previa. Este es un riesgo en el cual muchos se precipitan por miopía intelectual, debilidad de carácter y carencia de un sistema de gestión de la ética, y cuando se concreta, evidencia pobre condición anímica, incompetencia para el servicio público y debilidad organizacional. (O)