Devoro biografías de artistas y, al terminar una buena novela, me lanzo a leer más sobre su creador. Y, sin embargo, me cautiva el misterio de los autores anónimos, seres cada vez más raros que rehuyen la fama e incluso ocultan su autoría aun cuando el público los haya declarado genios (no los motiva la vanidad, sino el impulso creativo). Pienso en autores como J. D. Salinger y Juan Rulfo, que mantuvieron un mínimo perfil público. Dejaron que sus obras revolucionaran la imaginación del siglo XX sin hacerles la corte ni adornarlas con sus comentarios. Fueron autores silenciosos con su vida porque su arte dijo todo lo que querían decir: cosas bellas e importantes.

El artista es consciente de sus limitaciones y respeta la libertad del prójimo de opinar sobre su creación lo que le dé la gana...

Actualmente hay dos casos similares: Banksy y Elena Ferrante, de quienes no conocemos ni sus nombres reales. Para Banksy el anonimato es además una estrategia para rehuir a la policía. Pero no todos tenemos el humor y la creatividad de Banksy ni escribimos historias como Ferrante. Comprendo, pues, la necesidad de tantos artistas de difundir su propia obra, ya sea por falta de apoyo editorial, mediático o institucional, o como parte de una estrategia publicitaria diseñada por otros. Pero no por necesario deja de resultar algo obsceno eso de “hacerse autobombo”, desgastante pasarse la vida promocionando canciones, cuentos y exhibiciones, invitando a conocidos y desconocidos a darnos likes, a críticos a reconocernos para compartir orgullosos los elogios recibidos (y resentirnos con quienes nos los niegan). Qué infierno para un creador andar cual vendedor ambulante anunciando las bondades de su producto y cual guardián de las opiniones de otros sobre su creación. El artista es consciente de sus limitaciones (es esto justamente lo que le hace grande) y respeta la libertad del prójimo de opinar sobre su creación lo que le dé la gana, o incluso de ignorar su existencia.

Quizá la única forma de referirse a la propia obra sin resultar pomposo, pedante o ridículo es el humor. Y quién como Miguel de Cervantes para enseñarnos a jugar con gracia el juego del autor: “Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro (...) fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante. (...) Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen (...), que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, que ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della (...); todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y obligación, y, así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della”. (O)