Los resultados de las elecciones del 7 de febrero pusieron sobre la mesa algunos problemas que el país enfrentó en el pasado y que no fueron resueltos. El más importante es la definición de un modelo económico viable, que pueda crear las condiciones para asegurar una vida digna para el conjunto de la población y que permanezca en el tiempo independientemente de quienes se turnen en el gobierno. Este tema fue el eje del debate en las últimas décadas del siglo XX, pero nunca pudo salir del empantanamiento porque estuvo sustentado en posiciones ideológicas más que en argumentos y, sobre todo, por la presión de poderosos actores políticos y sociales que ponían por delante sus intereses particulares. Por un tiempo corto quedó en el limbo cuando se sintieron los efectos estabilizadores de la dolarización. Después, fue aparentemente superado cuando se impuso el modelo aplicado en los primeros ocho años de los gobiernos de Correa. Pero no hizo falta el viraje de Moreno (la traición en versión revolucionaria) para demostrar que era inviable si no contaba con un contexto de bonanza.

En síntesis, la disputa sobre el modelo económico está nuevamente presente. La segunda vuelta entre dos candidatos con visiones radicalmente diferentes en ese aspecto debería ser la oportunidad ideal para abordarlo con claridad y sin subterfugios. Obviamente, para ello deberían dejar en segundo plano los recursos superficiales de captación de votos y profundizar no solamente en los contenidos, los objetivos, la viabilidad y los efectos que tendrían sus respectivas propuestas, sino en la sustentabilidad de estas. Está muy bien –y es inevitable– que pongan énfasis en las acciones que desarrollarán en los primeros meses, porque los estragos de la pandemia así lo demandan, pero sería prácticamente un engaño a los electores si se quedaran en ese punto. Quien triunfe en la elección deberá gobernar por cuatro años (siempre que no ceda a la tentación de la “muerte cruzada”), que es el tiempo en que deberá sentar las bases para un nuevo ordenamiento económico.

Si no tuviéramos la herencia de todos los ismos populistas, los candidatos podrían dibujarle claramente a la población los límites en los que estará encerrada su gestión. Pero no nos enteraremos por boca de ellos del reducido margen de acción con que contarán para llevar adelante sus ofrecimientos. Tanto por las propias condiciones económicas, que se vienen arrastrando por lo menos desde el año 2015 y que se agudizaron por la pandemia, como por su condición de gobierno de minoría, será muy poco lo que pueda hacer en el mediano plazo quienquiera que sea el triunfador. La conformación de la Asamblea augura bloqueos y dificultades.

Un aspecto positivo de este retorno al viejo tema es que podría convertirse en la gran oportunidad para aprender de la propia experiencia. Pero eso es algo que no entra en nuestros usos y costumbres, de manera que lo más probable es que volvamos a los bloqueos y los chantajes, a la ideologización del debate, a la estéril toma de medidas coyunturales y que desemboquemos en un par de décadas adicionales de estancamiento. Distinto sería si el triunfador tuviera la modestia de considerar que el suyo será un gobierno de transición y desde ahí diseñara la campaña. (O)