Aristóteles estableció como método para definir las formas de gobierno, el determinar quién ejerce el poder. Si lo ejerce una sola persona se trata de una monarquía; si lo hace una minoría, tenemos una aristocracia y, si es una mayoría, estamos ante una república. Todavía esa regla sirve como principio, siempre y cuando tengamos en cuenta que nunca encontraremos uno de esos géneros de manera pura. En toda clase de Estados existe un líder que lo encabeza, que se llame presidente, rey o secretario general son meras denominaciones ceremoniales. Estos jefes siempre se apoyan en una minoría, una casta, estamento, nobleza, burocracia, etcétera, que los sostienen y ayudan. Se pueden dar por unos pocos años gobiernos que ejercen el poder en contra de la mayoría de sus súbditos, regímenes que están en guerra contra su propia población, pero son situaciones insostenibles en el mediano plazo y todo gobernante, sea individuo o grupo, buscará un consenso mayoritario, un acuerdo por el cual las mayorías le permiten ejercer el poder a cambio de concesiones políticas o económicas.

Así funcionan todos los Estados que no están en una guerra civil o situaciones graves de subversión. Son muchos más los países en los que la mayoría, muchas veces la gran mayoría, de la población reconoce, obedece y apoya a los gobernantes. Incluso se llega a ciertos tipos de adoración religiosa o erótica. Decir que ese tipo de situación se logra porque se ha engañado a un pueblo, es una afirmación peligrosa. La posibilidad de que las masas sean engatusadas contraría la ficción jurídica de la infalibilidad popular, en la que se basa la democracia. Los pueblos supuestamente no se equivocan ni pueden ser engañados, ¿quién, con qué autoridad, va a decirle a determinada nación que está errada? Y si se lo dicen, como de hecho lo hacen muchos, no le harán el menor caso.

Si asumimos la infalibilidad de la voz popular (vox dei), también entonces se puede asumir la corresponsabilidad de los pueblos en las acciones de sus gobiernos. Si eligieron a conciencia, “correctamente”, no hay nada que hacer, se convierten en cómplices de los hechos de sus líderes. Normalmente los conductores procuran tener controlado el frente interno antes de embarcarse en una guerra internacional, aunque no es raro que la emprendan para cohesionar apoyos que se disuelven. Las masas, entes esencialmente irracionales, son belicistas, gustan de la fanfarria militar y del deleite de la victoria, aunque asimilan muy mal los costos de la guerra, sobre todo cuando se la pierde. Toda guerra de agresión es injusta. Si el atacado se defiende, junto con sus aliados, tiene derecho fáctico a irrumpir en el territorio de su agresor, aun a pesar de la posibilidad de causar daños y muertes colaterales entre la población civil. Quien atacó debe cargar con la responsabilidad de los inevitables daños a inocentes. Las sanciones económicas y políticas también tienen obvias consecuencias colaterales. No hay pueblos angelicales, que se dejan arrastrar ovinamente a la guerra. Si apoyan, como lo hacen casi siempre, a gobiernos belicistas y agresivos, tienen que asumir las consecuencias de esa decisión. (O)