La ciencia es inherentemente incierta, lo cual no significa que se mueve en el ámbito de la ignorancia sino que quienes usan el método científico están buscando continuamente maneras para conocer más, extender los límites de su campo, e incluso atreverse a cambiar sus propias teorías o las ajenas. Es así que la ciencia es emocionante y frustrante a la vez, y esencial para comprender el mundo que nos rodea.

Por lo general, los científicos trabajan en colaboración, ya sea en concordancia o discordancia. Se juntan para definir los pasos a seguir para responder a una pregunta de investigación, desde cómo recolectar datos hasta cómo organizarlos, considerarlos o descartarlos, y analizarlos. O contribuyen a estudios que son críticos a modelos, hipótesis, procedimientos y propuestas de sus colegas.

Durante la pandemia se crearon grupos internacionales de discusión donde muy tempranamente se criticó la postura de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de negarse a admitir con determinación que había una gran posibilidad de que el nuevo coronavirus se transmitía por aerosoles. El argumento técnico de la OMS era que no había una evidencia firme de que este tipo de transmisión era frecuente y tomó más de un año para que admitiera lo contrario.

En cambio, científicos de larga trayectoria como Trisha Greenhalgh publicaron un análisis contundente en abril de 2020 para defender el uso de mascarillas con base en el principio de la precaución. Ante las dudas de que sería una buena medida de salud pública, plantearon dos hipótesis a ser probadas ágilmente. En Ecuador, mientras tanto, no faltó el salubrista que convocó a una reunión presencial o el epidemiólogo que describió el COVID-19 como una “gripecita”.

En Quito, estos días se encuentra en juego de cierta manera el futuro de la salud pública del país. En el juicio por peculado contra el exalcalde de la ciudad por el uso de pruebas LAMP para detectar SARS-CoV-2, cuando no son el estándar mundial, se definirá si se utilizaron fondos públicos indebidamente. Se decidirá si somos capaces de hacer cumplir normas básicas de salud pública en función tanto del método científico como de las necesidades de la población.

La negligencia es un factor fundamental a la hora de identificar un posible acto de peculado en protección de los ciudadanos ante la acción pública. Más allá de los dimes y diretes de abogados, Fiscalía y defensores de unos y de otros, la Normativa técnica sanitaria para el control y funcionamiento del sistema nacional de tecnovigilancia expedida en 2017 deja abierta la posibilidad de que hubo negligencia por parte de la Secretaría de Salud del Municipio de Quito.

Tras la recepción del informe solicitado por la misma institución sobre las pruebas, y ante signos que apuntaban a una incertidumbre científica sobre su sensibilidad, sus funcionarios debieron reportar un posible evento adverso a la Agencia Nacional de Regulación, Control y Vigilancia Sanitaria (Arcsa). Si los jueces consideran los elementos más básicos de la normativa de salud harán lo correcto, no para castigar o perseguir, sino para hacer cumplir la reglamentación vigente. (O)