En el principio: fragmentos desordenados, caos. En la oscuridad de su caja, las piezas de un rompecabezas: paisaje desolador e intimidante. El verbo les otorga sentido: las observamos y clasificamos, y basta con que dos de ellas se encuentren para llenarnos de gozo y certeza: sí, esto es algo que puedo resolver. Apasionados, hemos experimentado la satisfacción que acalla toda angustia cuando, ya avanzada la composición del rompecabezas, nuestros ojos y manos empiezan a trabajar casi automáticamente, reconociendo en los rasgos más vagos, en una mancha de color: un caballito de carrusel, un pétalo de flor. A bordo del flujo hipnótico del montaje, la intuición (más rápida que la razón para comprender el orden y desorden de las cosas) empieza a guiar nuestra mano y conoce, aún antes de intentar acoplarla, el lugar que una pieza está destinada a ocupar. A fin de cuentas, armar un rompecabezas es volver a juntar aquello que originariamente estaba unido (mito platónico del amor: dos seres que eran uno fueron separados y van por la vida buscándose con “un íntimo anhelo de restitución de una plenitud perdida).

Tantas tardes de mi vida absorta ante un rompecabezas, deslizándome por las horas olvidando dónde empieza y termina el tiempo, contenta como la niña que nunca fui, sin más preocupación existencial que hallar la pieza que me falta para completar un sofá de terciopelo dorado. Hoy reconozco que ese tiempo dedicado a jugar me ha salvado de la desolación. Para los controladores y perfeccionistas es un bálsamo emprender una labor que finalizará en una creación ideal (todos los factores bajo control desde el inicio de la partida). Los rompecabezas son el contrapunto de esa vida que nos desvivimos por ordenar y comprender (aunque sea en la memoria) como un paisaje coherente y bello, pero que se empeña obstinada en retornar al caos y la incertidumbre.

Ilusión posible en el juego, imposible en la vida real: procurar la perfección causa angustia, insatisfacción crónica, impotencia en quien pretende controlar cada detalle de su existencia o, peor, la de otros. Por eso la felicidad ideal (vendida con insistencia durante la Navidad) nos agobia. Esos mundos utópicos (pueblos con casitas adorables, nieve como azúcar, venados correteando entre los abetos, familias felices abriendo regalos, cantando, comiendo pavos brillantes, los amores fáciles y maravillosos o impetuosos e imposibles con final feliz) tienen un atractivo innegable: a los seres humanos, imperfectos como somos, nos seduce el ideal. Pero si en algo reside la satisfacción es en aceptar y gozar de las personas y cosas en su soberana imperfección. La gente con el don de la comedia lo sabe: la felicidad más sólida está construida con una mezcla de necesidad, deseo, sabiduría y humor.

Del dicho al hecho hay mucho trecho, sobra decirlo, así para quienes no logramos librarnos de la compulsión de la perfección, qué gran terapia resultan los rompecabezas... siempre y cuando al acabar de acoplar 999 piezas no descubramos que queda un agujero, ese vacío tan temido ante el cual la única defensa posible es esa risa impetuosa que acompaña todo deseo absurdo e inextinguible. (O)