Ayer nomás una señora me explicaba que el Ministro de Finanzas de Alemania es un ignorante y el resto de funcionarios, incluido el Canciller, unos payasos. Terminó su perorata (que duró una hora pero se sintió como cien) afirmando que el Estado actual es “un asco” y rememorando nostálgica la maravillosa vida que llevara como ciudadana de la Alemania Oriental. Tengo experiencia con personas así, que no se avergüenzan de opinar como si fueran expertas, incapaces de escuchar y comprender argumentos que contradicen sus posturas, gente que se pasa la vida quejándose de todo porque nada es suficientemente bueno, y que obsesivamente hablan de política como si no hubiera nada más en la vida. Así que cuando finalmente se calló, aproveché para hacerle una simple pregunta: ¿cree que hace cuarenta años, sentada en este mismo café en Leipzig, hubiera podido decir esas cosas, y a gritos, sobre el Gobierno de su país?

Hoy, en el reino de internet, las opiniones desinformadas, resentidas y violentas viajan y se multiplican a una velocidad vertiginosa y se han convertido en la peste más negra de nuestro siglo.

En la cárcel hubiera terminado, señora, ese infierno para prisioneros políticos en Bautzen conocido como “miseria amarilla” donde aislaban y torturaban al traidor que osara criticar a la patria: la gloriosa República “Democrática” Alemana. Pero qué fácil resulta hoy hacerse la valiente y escupir sobre la mano que le da de comer, qué cómodo lanzar fuego hasta por las narices mientras se vive en un país seguro y privilegiado. Cual adolescente que grita a sus padres ¡les odio! antes de encerrarse de un portazo en su cuarto a disfrutar de sus aparatos electrónicos con la panza llena de comida buena tras regresar de un colegio donde recibe una educación de lujo gracias al esfuerzo de esos mismos padres. No digo que uno no pueda opinar sobre su Gobierno solo porque no es tan malo como otros, pero ni la democracia ni la vida mejoran gracias a la crítica agresiva y caprichosa.

Trágicamente, esta mujer no es más que un grano de arena en un desierto que amenaza con tragarnos. Nos pasamos la vida opinando, y la regla de tres que rige es: mientras más ignorante y obtuso, más gritón y arrogante. Estoy harta de escuchar a gente que no tiene idea de lo que está diciendo abusando de su derecho a la libertad de expresión pero olvidando algo tanto o más valioso: la verdad y la integridad. Y es que con tal de que les escuchen, de sentirse importantes, protagonistas, ni siquiera se preguntan si su nivel de conocimiento es adecuado para comprender la situación y emitir un juicio sino sensato al menos constructivo. Pero lo que más disfrutan estos rebeldes es invalidar la opinión informada de “los de siempre”. Esta guerra contra la erudición empezó hace mucho y cada vez se pone peor. Los nazis hicieron una agresiva campaña advirtiendo que los medios de comunicación estaban llenos de mentiras inventadas por los judíos, incitando a desconfiar de periodistas profesionales, así como también de profesores y científicos de las Universidades. Lo que cuenta es la opinión del pueblo, mentían, y en esto cantaban en coro con los bolcheviques. Y hoy, en el reino de internet, las opiniones desinformadas, resentidas y violentas viajan y se multiplican a una velocidad vertiginosa y se han convertido en la peste más negra de nuestro siglo. (O)