Me pregunto cuánta vida se nos va despreciándonos o admirándonos, menospreciando a otros para admirarnos más o inflándolos cuando nos sentimos menos. Cuánto tiempo quemamos defendiendo nuestros egos, asegurándonos de que todos sepan cuánta razón tenemos, mirándonos al espejo con orgullo o vergüenza, reprochándonos lo que pudiéramos haber sido y ya no seremos. Tanta miseria autoinflingida por una sola razón: nuestra obsesión con nosotros mismos. Es un monstruo cruel que compara y analiza incansablemente; atrapado en el laberinto del yo, pasa las noches mordiéndose la cola, rumiando cadenas de argumentos que ganar, recordando injurias, planeando respuestas, buscando, desde el ego herido y aislado, formas de controlar la vida.

Es agotador, desgastante, angustiante, limitador. Es una camisa de fuerza esa soledad del yo presa de su lógica. La cultura occidental, al mando del hombre blanco europeo, lleva siglos idolatrando a la razón, menospreciando las manifestaciones espirituales extáticas, místicas, oníricas. Eran de “bárbaros” los rituales sanadores de canto y baile, de “locos” comunicarse con los espíritus de los ancestros, de “brujas” bañarse con luz de la luna llena.

Pero a pesar del mundo en que vivimos, todavía es posible desconectarnos del ruidoso teatro protagonizado por egos en continuo conflicto y reconectarnos con el mundo y los otros, con lo sublime y trascendente. Todos hemos vivido instantes en que nos expandimos más allá de nosotros mismos. Como explica el brillante escritor Aldous Huxley: “Siempre y en todo lugar, los seres humanos han sentido la radical limitación de su existencia personal, la miseria de vivir como seres aislados y no como algo más amplio”. Añoramos sentirnos, como diría Wordsworth, “profundamente interconectados”.

Meditamos o paseamos por el bosque a la luz de la luna, caminamos por las calles de la ciudad durante un aguacero, nadamos en el mar al atardecer, bailamos olvidándonos de nosotros mismos, fundiéndonos con el paisaje y los seres, y así experimentamos, aunque sea un instante, ese éxtasis que nos libera de nuestros mezquinos egos y nos conecta a algo mucho más grande que nosotros mismos. El psicólogo Mihály Csíkszentmihályi afirma que todos buscamos constantemente entrar en un estado de flow, un flujo que nos absorba hasta hacernos olvidar el tiempo y a nosotros mismos. La escritora Iris Murdoch lo llama unselfing, liberarse de uno mismo; y explica que, animales nerviosos como somos, nuestras mentes están continuamente activas, fabricando un velo de ansiedad, usualmente centrado en las preocupaciones del yo, y este velo tiende a falsificar el mundo, ocultándolo.

Rasgamos este velo cuando nos rendimos ante una obra de arte, al silencio del bosque, al flujo del agua, al baile, la poesía, el olor del verano. Quizá las personas más felices son las que saben cuándo y cómo soltar las riendas y pausar el ego; las que no se creen tan importantes ni se toman demasiado en serio a sí mismas, porque no tienen los egos inflados ni desinflados, sino de tamaño real: minúsculas partículas en la infinitud del tiempo y el espacio. (O)