A cuatro meses de iniciada su gestión, el presidente Lasso dio las primeras señales de la orientación que quiere darle a su gobierno. Lo hizo en tres pasos: difundió el Plan de Desarrollo, presentó públicamente los contenidos generales de una ley que abarca una amplia gama de temas y envió esta a la Asamblea. Así, abrió interrogantes en varios aspectos, de los cuales cabe destacar dos.

El primero es el de los contenidos. La cantidad de temas que aborda la convierte no solo en una megaley, como se la ha denominado, sino que intenta incidir de manera conjunta en varios de los aspectos básicos de la economía. En otras palabras, dejó claro que su objetivo es sentar las bases para la redefinición del modelo de desarrollo. Ahí estará el primer punto de debate que, de acuerdo con lo que se pudo observar en las primeras reacciones, se moverá entre dos ideologías antagónicas. En la una punta estarán quienes buscan mantener a toda costa el modelo intervencionista y proteccionista, y en la otra se situarán los que sostienen que es posible una sociedad sin regulaciones e incluso sin impuestos. Entre medio se moverán los intereses particulares de empresarios, trabajadores, gremios, sindicatos, organizaciones sociales y un largo etcétera. En unos temas se podrá ver el abrazo entre enemigos de ayer y en otros se abrirán profundas brechas entre hermanos de sangre. Todo ello augura un futuro incierto para la ley.

Esto lleva al segundo aspecto, el de los procedimientos. Al ser presentada como ley de urgencia económica, la Asamblea deberá tramitarla dentro de los siguientes treinta días. Es un tiempo insuficiente, especialmente para unos asambleístas que en su mayoría no dominan los temas contenidos en la propuesta y son novatos en las técnicas parlamentarias. La solución más fácil sería negarla en su totalidad, sin debatirla ni plantear alternativas. Pero las posiciones ideológicas y los intereses señalados antes pueden considerar que es la oportunidad para colocar sus respectivas demandas y la convertirían, como ha ocurrido frecuentemente en el país, en una colcha de retazos. Las dos opciones, el rechazo o el retaceo, le dejarían al Gobierno sin su plan y abrirían el espacio ideal para someterlo a las presiones de todos los sectores.

Si es así (y no parece que será de otra manera ya que no hay indicios de un debate de fondo), el Gobierno se colocaría en la disyuntiva de acatar esa realidad o buscar la manera de romper el bloqueo. La opción de acatarla significaría resignarse a administrar el día a día de la crisis, que fue el camino recorrido por varios gobiernos de las dos últimas décadas del siglo pasado. Para la otra opción podría ensayar con tres instrumentos. Uno es el un ingenuo llamado al diálogo que, como todos en nuestro medio, nacería muerto. Otro es la convocatoria a consulta popular, que solamente podría realizarse cuando su desgaste comience a competir con el de los asambleístas. El último es la disolución de la Asamblea, con todo el riesgo que ello implica. El hecho es que volvimos a las épocas del bloqueo y para ello está la historia como maestra. Seguramente el presidente consideró eso cuando difundió la ley. Se adelantó a buscar el apoyo ciudadano. (O)