Una amenaza seria para la democracia es el mal desempeño del sistema judicial. Como parte fundamental del Estado de derecho, a ese sistema le corresponde asegurar la vigencia de la igualdad jurídica de las personas. De nada sirve la larga lista de derechos consignados en la Constitución –que compite con las viejas guías telefónicas– si quienes deberían ser sus guardianes violan los principios básicos de idoneidad, independencia, autonomía, transparencia y honradez. A día seguido nos enteramos de jueces y fiscales que abiertamente violan esos principios. No se trata de generalizar, pero nunca es más cierta que en este caso aquella máxima de la sabiduría popular sobre la manzana podrida.

Los casos están a la vista, especialmente los que involucran a autoridades o exautoridades. Con el desparpajo que le caracteriza, el expresidente Bucaram le aseguró a un individuo de origen israelí que él se encargaría de todo cuando el caso llegara a las cortes. El desarrollo del proceso confirma que no exageraba y, ahora, gracias a una jueza que no ha visto ni oído nada, volverá al punto inicial. Tampoco vio ni oyó nada –ni siquiera leyó la prensa– la fiscal que desconoce la responsabilidad de la alcaldesa Viteri en la toma de la pista del aeropuerto de Guayaquil. El defensor del Pueblo y el contralor despachaban impunemente desde la cárcel, hasta que la presión de la opinión pública obligó a las autoridades correspondientes a hacer lo que debían haber hecho el día en que los recibieron como a huéspedes ilustres. El alcalde de Quito, agudizando el abandono en que ha tenido a la ciudad desde su posesión, aún no termina su paseo por unas cortes que están dispuestas no solo a recibir con brazos abiertos las absurdas e ilegales demandas y peticiones, sino a darles trámite de inmediato (las sospechas sobre la manera en que se asignaron esas demandas han disparado la alerta en el Consejo de la Judicatura, que tiene ahí una excelente oportunidad para ir eliminando algunas de esas manzanas podridas).

La lista puede alargarse casi al infinito, pero no es necesario llegar a ese extremo ya que, cabe insistir, son suficientes algunos casos –sobre todo los que involucran a personajes públicos– para que se generalice la desconfianza. Como se observa en el Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt, en el año 2019 apenas el 43,8 % de las personas consultadas en Ecuador consideraba que las cortes garantizan un juicio justo. La misma encuesta señala que la mayoría de esas personas no han debido litigar en un juicio, pero eso no impide que más de la mitad de la población considere que al atravesar la puerta de un juzgado sus derechos entran en el mundo del arbitrio. La desconfianza se generaliza y se traslada al conjunto del sistema judicial y, a partir de este, al régimen político. No es casual que la mayor confianza se deposite en un ente no político, como las Fuerzas Armadas, mientras los partidos y la Asamblea caen al fondo de la tabla.

La misma sabiduría popular aconseja que la única solución para las manzanas podridas es eliminarlas. Su contaminación se llama desconfianza y es el caldo de cultivo para quienes quieren acabar con el Estado de derecho. (O)