—¡Mamá, la ñaña Pati me frunció la nariz!

—Porque Mónica me sacó la lengua, mami. Ella empezó.

Pelear estaba prohibido, e insultar, prohibidísimo. No podíamos decirnos ni shunsha ni mushpa, que suenan bonito, peor insultos mayores. ¡Pobre de la que se le escapaba un carajo! La mirada de mamá le caía como daga y era suficiente para sentirse más escarabajo que Gregorio Samsa.

Papá sí era mal hablado y también le caía la mirada de mamá. Muchas veces le oí decir “malas palabras”, pero jamás para insultar. Las decía cuando se había olvidado de algo, cuando se machacaba el dedo con el martillo o se tropezaba por despistado.

Con el tiempo entendí que las palabras son solo palabras, ni malas ni buenas, si no las usamos para insultar.

En uno de los primeros talleres de narrativa que di en 2019, surgió una pregunta respecto al uso de palabras consideradas “malas”; entonces decidí investigar y, gracias a autores como Daniel Cassany y Liliana Heker, incluí en mis clases una charla acerca de las palabritas y las palabrotas. A veces los alumnos mueren de risa por los chascos que les cuento me han sucedido en países de Hispanoamérica donde palabras que para nosotros son de uso común allí son vulgaridad. Pero en otras ocasiones hay comentarios o escritos muy sesudos sobre este asunto.

Mi alumno Manuel Sáenz Pérez escribió: Puede ser que, en estos días, decir una mala palabra sea el nombrar la pandemia o llamarle solo criminal a Hitler. Y ahora que releo su texto, pienso que decir palabras como invasión, ataque, ejército, bombardeo nos hiela la sangre. Son palabras malísimas, horribles y, sobre todo, tristes.

El mundo ya tenía suficiente con una pandemia como para que ahora enfrente una guerra. Poco o nada pueden hacer las palabras, buenas o malas, ante la tozudez, la megalomanía, la ambición desmedida y, por qué no decirlo, la estupidez de líderes que no parecen gobernar para seres humanos. Líderes que invaden y atacan pueblos como si se tratara de un juego.

¿Qué le pasa a Putin? ¿Es que no tuvo una mamá que con los ojos le dijera qué estaba bien y qué no? ¡Pobre ser! Y tantos payasos que lo secundan: Trump, Ortega, Maduro… y demás escoria.

Me niego a creer que esto esté pasando, que el miedo se apodere una vez más de los niños del mundo. No solo de los ucranianos, porque los nuestros también preguntan, también temen y también lloran.

Me niego a creer que las palabras fracasen y que un diálogo no sea posible. Las palabras deberían enlazar, crear puentes, unir pueblos y dejarse entonar como canciones; pero ante el diálogo de sordos no hay palabra que valga. De pronto todo carece de sentido. La mezquindad se opone a la paz; la vileza, a la libertad; la pequeñez de espíritu se opone a toda la humanidad.

El escritor español Fernando Aramburu dice: De nada inevitable que sucede a cualquier hombre me salvaron las palabras… Con las palabras eché a volar mis esperanzas. Con las palabras recogí después del suelo los añicos de aquellas mismas esperanzas…

Las cartas están echadas, el miedo y el dolor se toman el mundo y yo, mientras lloro, me niego a creer. (O)