Ella nació cuando yo tenía 15 años, así que la cuidé como si fuera mi pequeña, una hija compartida con doña Pepita. Gis era una sinfonía hecha de luz. Encendía el mundo con su presencia, su simpatía, y un humor travieso que me alegraba la vida. No recuerdo cuándo se hizo tradición, pero ambas jugábamos a adivinar nuestros pensamientos. Contábamos “uno, dos y tres, ya” y de manera inexplicable, coincidíamos en las palabras. Riendo a carcajadas por el hallazgo, pellizcábamos al apuro el brazo de la otra, exclamando al unísono: “Pellizcón para ti, sorpresa para mí”.

Hace una década, tres días después de que su preciosa Alessia naciera, Gis se nos perdió inesperadamente. Y yo, todavía buscándola, no he podido despertar del todo a mis lágrimas. Una tristeza recubierta de encajes se durmió con ellas, como en los cuentos de princesas que le narraba de chiquita.

La semana posterior a que nos dejara visitamos el camposanto, y mamá, con el corazón arrancado, se tiró a la tierra, arañándola, esperanzada en tomar a mi hermana de la mano. Yo, con mi larga falda blanca, me deslicé a su lado, escarbando el vacío entre las hierbas. De pronto, sus amigos y familiares nos rodearon, cantando Hay ángeles volando en este lugar, una de las melodías favoritas de Gis. Fue un instante de amor.

Al cumplirse un mes de su partida, mi hijo Dani leyó en misa unas palabras que yo había redactado un rato antes. Allí contaba que cuando ella tenía dos años, estando en su cuna, trató de coger un biberón de vidrio, ubicado por mí, inútilmente, lejos de su alcance. En ese intento cayó al suelo con el biberón y un vidrio se incrustó en su carita, dejándole una cicatriz eterna. Pero esa profunda marca se invisibilizaría en el bellísimo rostro, y serían los expresivos ojos de agua clara los que la gente retendría en su memoria.

Hace poco, leyendo a Susana Tamaro en Tu mirada ilumina el mundo, reviví la escena del camposanto. La estupenda escritora italiana trae al texto sus diálogos con el joven poeta Pierluigi Cappello, quien, muy grave de salud, comienza a hablar de los ángeles y le pregunta a Tamaro: “Tú que conoces a tantos, ¿no podrías invocar a alguno para que venga en mi auxilio?”. Ella responde: “Claro que sí. De ahora en adelante habrá un continuo frufrú de alas a tu alrededor”. A Gis le habría encantado la historia.

Yo no sé si los ángeles existen, pero todo este tiempo me ha acompañado el frufrú de unas alas. Cuando algún soplo de viento alborota mis rizos, casi siempre una mariposa amarilla aletea cerca y me gusta pensar que es ella, liberada de su capullo. En un viaje reciente a las Galápagos recorríamos un soleado sendero hacia el mar cuando se cruzó aquella mariposa. “¡Aquí estás!”, se me escucha decir, feliz, en un video grabado por mi esposo de forma casual. Curiosamente, ese día –lo supe más tarde– mi sobrina Alessia había tratado de ubicarme para contar que había escrito el cuento Windir, el delfín.

No tengo certezas en este universo de incógnitas, pero quiero imaginar que Gis y yo nos abrazamos pronto y que, radiantes de alegría, lanzamos nuevamente el fraternal conjuro. Tengo tanto que contarle… (O)