El viento había barrido hasta el último rastro de nube y yo volaba con mi bicicleta sobre la gravilla a lo largo del río. Estábamos solos: el cielo, las estrellas y yo, en la noche helada de primavera. ¿Cuándo fue la última vez que me encontré de noche bajo las estrellas, observándolas boquiabierta, sintiéndome mínima e infinita a la vez? Fue hace demasiado tiempo, me dije, he vivido encerrada como tantos, abrumada entre los muros de la pandemia. Y ahora la guerra... pensé al pasar ante un edificio que hace siete años acogió a parte de los miles de refugiados sirios que arribaron a Alemania. Recuerdo ese lejano invierno que dediqué a pasearme por afuera de los refugios intentando comprender qué era perderlo todo, tener que abandonar tu hogar con lo que quepa en la mochila, los hijos en brazos o condenado al terror y el dolor de alejarte de tu familia, de no saber cómo están o saberlos muertos. Vi tanto frío ese invierno, sabía que en los refugios faltaban las cobijas, que era imposible caldear los coliseos y las improvisadas carpas donde dormía una multitud de refugiados. Vi a niños acostumbrados al clima cálido de Oriente tiritando bajo abrigos baratos. Pero también fui testigo de la inmensa solidaridad de la gente de Leipzig: voluntarias que enseñaron sus primeras palabras de alemán a los recién llegados, activistas que los ayudaron a navegar la burocracia y gestionaron mejoras en el sistema de acogida. Hubo lo contrario también: mezquinos, racistas, islamófobos se hicieron presentes. No para ayudar, por supuesto.

Siete años más tarde, los refugios y trámites de acogida e integración siguen funcionando. Durante este tiempo sirvieron también a miles de venezolanos. No hay respiro. La invasión rusa a Ucrania disparó un nuevo flujo de refugiados que llegan hasta mi ciudad adoptiva tras agotadores viajes. Y Leipzig los recibe con los brazos abiertos como un cielo de primavera generoso y soleado.

No me extraña este amor: el destino de esta región está íntimamente vinculado con los pueblos eslavos. Abundan, por ejemplo, las familias biculturales, las tiendas ruso-ucranianas, los restaurantes polacos.

Todo el mundo quiere ayudar. En redes sociales se anuncia lo que hace falta. ¿Pantuflas, pañales, dinero? En media hora se recauda en cantidades. En la web del Ayuntamiento de Leipzig hay una lista de temas de consulta (en alemán y ucraniano): cómo inscribir a los niños en la escuela, cómo acceder a servicios de salud, cómo conseguir casa, dónde aplicar a un trabajo. Los refugiados pueden usar tranvías y buses gratuitamente. Algunas familias albergan ucranianos en sus propias casas y las inmobiliarias les ofrecen departamentos vacantes. Pero faltan camas, mesas, cocinas... toda una vida que los diez mil refugiados que se espera irán llegando en los próximos días tuvieron que dejar atrás, en su hogar violado por la codicia y barbarie de Putin.

Los refugiados se acercan al Centro de Bienvenida de Leipzig nerviosos, cansados y tristes, pero también esperanzados. Porque hasta en la noche más fría, y aunque parezcan mínimas entre tanta oscuridad, las estrellas siguen brillando poderosas sobre nosotros. (O)