Los valores, las creencias y otras estructuras culturales son los motores de las sociedades, los determinantes económicos pueden ser a lo más el combustible. Así lo podemos ver en el caso del expansionismo putinesco, en el cual un peligroso aparato ideológico ha lanzado a Rusia a la más insensata aventura bélica en ochenta años. A ese entramado doctrinal se lo ha llamado livianamente “nacionalismo ruso”, pero sería un error asimilarlo a otros nacionalismos; se trata de algo más amplio o, con más precisión, más totalitario, pues rebasa lo político para adentrarse en todos los ámbitos de la vida humana, incluido el religioso. De hecho, hay un pacto entre la Iglesia ortodoxa rusa y el actual dueño del Kremlin. No es de extrañar, pues históricamente la jerarquía eclesiástica rusa ha sido un apéndice de los autócratas, incluso de los ateos comunistas. Iniciada la guerra contra Ucrania, el patriarca ortodoxo Cirilo bendijo la invasión señalando que es una lucha contra los colectivos gays y otras aberraciones occidentales. Y parte importantísima del programa de conquista es reunificar las iglesias de Moscú y Kiev. Por eso no sorprende que mandatarios conservadores con hambre dictatorial, como Bolsonaro y Bukele, sean tan remolones para condenar las atrocidades de su modelo ruso.
Dos importantes pensadores proporcionan muchas de las ideas que hacen a Putin sentirse un iluminado capaz de usar tanques y misiles para redimir al mundo. Aleksandr Solzhenitsyn, el admirado escritor que se opuso a la tiranía soviética y mereció el Premio Nobel, pero cuyo pensamiento evolucionó hacia una postura mística, que consideraba a la “Santa Rusia” como la reserva moral y religiosa de la humanidad. Creía que las democracias occidentales, que se disuelven en el consumismo y la inmoralidad, habían convertido a la OTAN en una amenaza al apoyar transformaciones liberales en los países exsoviéticos. En su momento expresó su complacencia con la “sensibilidad” de Putin y en su última obra formuló unas sospechosas sospechas sobre la participación judía en la Revolución bolchevique. Mientras Solzhenitsyn vivió, Putin lo llenó de homenajes y tras su muerte le han levantado varios monumentos. Asimismo, el dictador se cuidó personalmente en repatriar los restos de Iván Ilyin y su esposa fallecidos en el exilio, pues este filósofo es otra fuente de ideas de la que bebe Putin. Es frecuentemente citado por el presidente ruso y sus comparsas, entre las cuales está el patriarca Cirilo. Sus libros son lectura obligatoria en el Kremlin. Este pensador era un fascista declarado, admirador expreso de Hitler y Mussolini, cuyas consignas mezcla con conceptos sobre “los valores morales rusos” y propone crear un “un Estado histórico, nacional, patriótico y religioso”, apelando a emociones y rechazando el pensamiento racional.
Es claro que Putin y su entorno quieren generar una corriente inequívocamente fascista, incluso antisemita, por eso resulta paradójico y ridículo que políticos que se dicen de izquierda, como Correa, Morales y Maduro, se alineen tras el liderazgo de un tirano que representa exactamente lo contrario de la ideología que decían sostener. (O)