Las redes sociales sorprenden y desilusionan a la vez. Sus usuarios leen pero no entienden, mal interpretan y juzgan con una ligereza que abruma. Los jóvenes creen que el mundo nació con ellos, que la vida siempre fue como ellos la conocieron, pero no, hay mucho que contar, y sería bueno que los padres y abuelos les cuenten su historia familiar, tal vez así les enseñen también a pensar, a no juzgar, a respetar.

Mi abuela nació cuando su padre ya había muerto. Faltaban ocho años para estrenar un nuevo siglo y ella nacía huérfana de padre, de un padre hacendado cacaotero que según decían fue un buen hombre, pero sin querer obligó a su mujer a lidiar con los mosquitos, culebras y alimañas de Quevedo, y a mi abuela a crecer allí, entre las matas de cacao.

—Nos bañábamos en el río cuando los lagartos se habían posado en la orilla del frente con sus bocotas abiertas, sus dientes afilados a la vista y su pereza a cuestas. Solo al ver la larga hilera de lagartos tomando sol, nos metíamos al río a bañarnos.

Contaba que los lagartos permanecían con la boca abierta hasta que se les llenaba de moscos, cuando sentían que tenían suficientes, ¡blam! Se los tragaban. Con un tutor aprendió a leer, a escribir. Su pasión era leer, contar historias y hacer dulces. En enormes pailas de bronce hacía cocadas, huevitos de faltriquera, manjar blanco y prieto, melcochas, chocolatines, además de todas las mermeladas y délficas en su punto exacto.

—En los bajos de la casa un chino puso una tienda para abastecer de víveres a los peones. Allí dejaba mis dulces para que el chino los vendiera. Me pagaba un calé por cada trocito.

—Y si usted era la dueña de todo, ¿por qué no los vendía directamente? Habría ganado más.

—Ay, hijita, justamente por eso, pues. Yo era la dueña, no me iba a poner a vender. ¡Ya me imagino!

A lomo de mula cruzaban, ella y su madre, la selva, la montaña y el páramo. Subían hasta los 4.000 y más metros del páramo de Zumbagua para empezar el descenso hasta la pequeña Pujilí. Ahí finalmente un “carro de plaza” las llevaba hasta Latacunga desde donde tomaban el tren a Quito.

—Cerca del Puente de los gallinazos, en el sector de El Cumandá nos esperaba la vieja casa, enorme, florida. Por fin nos bañábamos en agua caliente y dormíamos a pierna suelta.

Estudió la secundaria en el Colegio del Corazón de Jesús, donde la dejaron interna. Quito le gustó, y mucho.

Su madre había comprado una casa en Latacunga, para que el viaje desde la hacienda hasta Quito no fuera tan pesado. En la pequeña ciudad andina, fría por los vientos del Cotopaxi descansaban una semana antes de continuar su viaje hacia Quito en tren o hacia la hacienda en carro y en mula.

—Un hombre guapísimo me vio con un gato en la falda y me dijo Quién tuviera la suerte del gato. Ese fue tu abuelo, él se fijó en mí, yo era muy insignificante. Ves porque te digo que no te preocupes.

—¿Por qué, abuela?

—¡Ay mija! Porque la suerte de la fea la bonita la desea, pues.

Mis abuelos se casaron en 1912, en los años veinte las plagas acabaron con el cacao. La pobreza tocó a su puerta, pero su amor no huyó por la ventana. (O)