La revolución ciudadana comenzó con una torcida de mano del presidente de la República a los legisladores. Ese ciclo podría cerrarse con un acto similar. Pero, si el primero fue un golpe desde arriba, el de finalización sería estrictamente constitucional. En aquella ocasión, sin respetar las normas establecidas, 57 de los 100 diputados que conformaban el Congreso fueron sustituidos por los que usaron manteles para esconder su complicidad. El actual presidente podría mandar a sus casas no solo a una parte de los asambleístas, sino a todos, porque así lo establece la Constitución que expidieron los mismísimos revolucionarios. El artículo 148 (que deberían leer algunos periodistas que confunden con otras disposiciones) le otorga la facultad de disolver la Asamblea en cualquier momento durante los tres primeros años de su mandato. Este y el artículo 120 conforman lo que se conoce como la muerte cruzada.

Se puede discutir sobre la pertinencia de esa facultad en un régimen presidencialista, pero el hecho es que está ahí para ser utilizada y no, como sostenía un asambleísta constituyente, solo para amenazar. Hasta ahora, ningún presidente la ha aplicado y la pregunta que surge es si Guillermo Lasso va a ser el primero. Un bloque legislativo oficialista absolutamente minoritario y la potencial conformación de una mayoría radicalmente contraria que ya anuncia el bloqueo a cualquier iniciativa gubernamental ponen a esa medida como una posibilidad cierta. Pero el presidente parece inclinarse por llamar a una consulta popular. De ahí surgen algunas dudas.

Como lo enseña nuestra historia, rica en consultas, en estas se deben considerar cuatro aspectos. Primero, las preguntas deben tratar sobre temas fundamentales para la vida de las personas comunes y corrientes. Asuntos como la eliminación del Consejo de Participación Ciudadana son muy importantes, pero no están en las preocupaciones diarias de una población que está abocada a solucionar sus problemas de alimentación, ingreso o salud. Segundo, el tiempo que toma organizarla y realizarla no es menor a tres o cuatro meses. Esto juega en contra del propio Gobierno si el objetivo es incluir entre las preguntas algunas de las medidas básicas de su programa económico y social. Este quedaría prácticamente en suspenso –por lo menos en algunos aspectos fundamentales– hasta conocer los resultados de la consulta (que pueden ser negativos). Tercero, independientemente de los temas tratados, las consultas inevitablemente se convierten en plebiscitos sobre quien las convoca. En este caso el problema sería mayor, porque un gobierno absolutamente débil lograría alinear en su contra a casi todas las fuerzas políticas y a muchas organizaciones sociales. Si se añade que los electores votamos emocionalmente, el resultado se vuelve impredecible. Finalmente, queda flotando la pregunta sobre lo que viene después. Si tiene suerte (porque de eso se trata), la consulta podría arrojar un resultado positivo que facilitaría la toma de algunas decisiones, pero no cambiaría lo sustancial de las posiciones políticas. Al contrario, es muy probable que estas se radicalicen y que tomen más impulso. Así, se retornaría al punto de partida y la consulta habría servido de poco.

El presidente puede escoger entre la suerte esquiva y efímera de la consulta y la seguridad de cerrar el ciclo de la revolución ciudadana con la muerte cruzada. (O)