Los Warriors no son una dinastía al uso. Y han tenido, ojo, algunas de las taras inherentes a los grandes campeones, esas que envuelven al equipo en equilibrios extremadamente complicados con, paradójicamente, lazos más frágiles cuanto mayor es el éxito. Toda franquicia que gana mucho en un determinado periodo de tiempo comienza a experimentar síntomas de cansancio y, empapada de triunfos, se diluye paulatinamente en una carrera contra el tiempo en la que se ponen de manifiesto egos, lesiones y/o retiradas (entre otras cosas) que terminan con un proyecto que pasa de tocar la gloria a hundirse, en muchas ocasiones, en una crisis más o menos grave que hace olvidar, con demasiada rapidez, todo lo conseguido anteriormente. Es común ver estos síntomas en dinastías históricas como los Bulls, donde la guerra entre despachos y banquillo (Jerry Krause contra Phil Jackson y todo lo que el Maestro Zen llevaba detrás) paró un proyecto ya envejecido en 1998, cuando podría haber continuado. Con los Lakers de Magic, en los 80, acabó la retirada de Kareem y el hartazgo generado por las maratonianas sesiones de un Pat Riley que fue el hacedor pero acabó pactando su salida con Jerry Buss. A los Celtics de Bird les pesó la edad y la espalda de Bird, con los Spurs de Duncan, otra entidad atípica en fondo y forma, solo pudo el tiempo. Y con los Lakers de Kobe y Shaq acabaron... en fin, Kobe y Shaq.