Hasta la semifinal del Mundial 54, un pequeño país de poco más de un millón y medio de habitantes permanecía futbolísticamente invicto en el mundo. Era Uruguay. Se había coronado sin caídas en los Juegos Olímpicos de París (1924) y Ámsterdam (1928), juegos que equivalían entonces al torneo universal. Luego fue campeón sin derrotas en el primer Mundial, 1930. No volvió a participar hasta 1950, en que otra vez ganó el título sin perder ningún partido. Y en Suiza mantenía su increíble marcha victoriosa. En semifinal le tocó la máquina húngara de Puskas, Kocsis, Czibor, Bozsik, Hidegkuti... Los Magiares Mágicos ganaban 2-0. Parecía sellado y embalado, sin embargo, un cambio cambió las cosas: entró Juan Eduardo Hohberg, argentino nacionalizado uruguayo, y marcó dos goles, el segundo cuando expiraba el juego. Hazaña celeste, emoción sin límites. En ese instante, el célebre narrador Carlos Solé, en medio de gritos de euforia en la cabina, acuñó una frase para la historia:

-El león vencido sacude su melena...

Hizo llorar a un país.

Publicidad

Cualquier narrador del mundo, sin pecado de plagio, podría recurrir en idéntica situación a la preciosa metáfora de don Carlos: se tomará como un homenaje. Solé fue un personaje nacional en Uruguay.

Antonio Alegre fue un histórico presidente de Boca Juniors, reconocido por su extraordinario amor al club. Él lo salvó de la quiebra en 1984. Sin ser socio siquiera, las doce agrupaciones políticas del club cambiaron expresamente el estatuto para ungirlo presidente. Su primer acto fue aportar un millón de dólares para frenar los juicios más acuciantes y pagar algunas facturas menores, como el teléfono, la luz y el gas, que la gloriosa institución tenía cortados. Su estadio estaba clausurado y las instalaciones tapiadas con madera por la justicia. No estuvo lejos del descenso. A punto de desaparecer, asfixiado por los embargos, Boca tomó aire y echó a andar de nuevo. Hoy parece increíble, pero aconteció.

Una tarde le preguntamos cómo había nacido su identificación boquense, de dónde brotaba tanto cariño.

Publicidad

-Boca es una fascinación -contó-. De chico era muy pobre y vivíamos en medio del campo, en Chacabuco. No teníamos ni luz eléctrica. Nuestra máxima ilusión era que llegara el domingo para ir al pueblo. Allí vivía un tío que tenía una radio de esas enormes de antes. Nos sentábamos todos en el patio alrededor de ese armatoste a escuchar los partidos. Oíamos los relatos de Fioravanti y a mí me encantaba lo que decían de Boca, de su garra, que nunca se daba por vencido. Me hacía soñar con cosas grandiosas. Es una imagen inolvidable que tengo de mi infancia. A los veinte años, cuando me tocó el servicio militar, viajé por primera vez a Buenos Aires. Bajé del tren y sin más trámite, antes de presentarme en el cuartel, me fui a conocer la Bombonera.

Semejante fenómeno de adhesión no fue obra del fútbol en sí mismo sino de las transmisiones radiales. El periodismo -la radio, los diarios, El Gráfico- propagaron la pasión como un incendio. La llevaron a los pueblos, al campo, a las ciudades sin clubes importantes. Inflamaron de euforia el pecho de los hinchas vistiendo de épicas algunas victorias normales, a veces hasta indecorosas. Predicaron sin otra Biblia que el ingenio, esa llave que abre de par en par las puertas de la imaginación. Aún rico como es, el fútbol no tendría cómo pagarle al periodismo los servicios prestados en favor de su popularidad y expansión, sobre todo en los lugares pequeños y apartados.

Publicidad

Alegre fue uno de los millones que resultaron atraídos al fútbol gracias a esa cajita deliciosa, pero sobre todo de ese runrún celestial que son los relatos de fútbol. ¿Qué porción de su popularidad y de su encanto debe el fútbol a los narradores radiales? Imposible medirlo; acaso son un imán tan poderoso como los grandes jugadores. ¿Cuántos miles de partidos que fueron un monumento al tedio los transformaron en un show radiofónico capaz de alterar nuestras pulsaciones?

Ahora que la Conmebol evidenció un desprecio absoluto por la tarea periodística en la reciente Copa América no dándole las facilidades mínimas, nos preguntamos cuánto le debe el fútbol al periodismo por su obra difusora, ¿cómo podría pagarle por tanta promoción a lo largo de más de un siglo…? Ni la FIFA, con sus miles de millones, quedaría a mano.

En los 70 la Argentina entera sintonizaba a José María Muñoz. Un clásico de sus transmisiones era un “pip” que sonaba en medio del relato. Cada “pip” indicaba un gol en otra cancha. Cuando terminaba una jugada, Muñoz daba paso a la noticia. En los segundos que mediaban, uno cruzaba los dedos y rogaba a Dios que, tras el locutor, que decía: “Informa Thompson y Williams”, apareciera Juan José Lujambio y dijera, por ejemplo:

-Gol de Independiente, Bertoni a los 25, Independiente 1 - Banfield 0.

Publicidad

Otros recuerdos inamovibles: ir varios en el auto en completo silencio mientras se oye la voz del fútbol. Los jóvenes de hoy pertenecen a la era de la imagen, de la comunicación digital y la televisión, no se deleitan con el relato radial en la misma proporción que antes.

Naturalmente, no es igual escuchar un partido en Europa que aquí. Allá parecen oficinistas del micrófono. El relato latinoamericano, también en TV, tiene un sello distintivo, como el estilo de nuestros futbolistas. Hay una impronta, una gracia, una inquietud por engalanar el mensaje, por la frase chispeante y creativa, preconcebida en la semana. También una preocupación por el uso del lenguaje. Se nota en la preparación casi científica de la transmisión, en el cuidado de la garganta.

Si el vestuario es el recinto sagrado donde reina el linimento, la cabina posee el encanto de los cables cruzados, los papeles pegados al vidrio con recordatorios, los guiños cómplices entre el comentarista y el relator. Un ámbito fascinante.

En ese marco, es posible que colombianos y uruguayos sean reyes del micrófono, aunque Paché Andrade, gran narrador colombiano, adjudica la piedra basal a “la escuela rioplatense”.

-Los argentinos han tenido exponentes fabulosos, como Fioravanti, cuyo relato poseía una elegancia notable. Personalmente, es el estilo que me gusta, no alocado, sino con pausa.

En todas las ciudades de nuestra América del Sur la radio ha sido un vehículo difusor excepcional. Y más que eso, un arte surgido desde lo popular. En cada una hay relatores y comentaristas cuya chispa los elevó a la categoría de mitos.

El “barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste…?” de Víctor Hugo Morales tras el gol de Maradona a los ingleses, encabeza, sin duda, cualquier antología periodística.

En estas horas en que la televisión es la estrella mediática, la radio quedó rezagada; no obstante, acercará las incidencias a millones que estarán trabajando, conduciendo o en lugares donde no hay una TV. No existe murmullo de fondo más atrapante que un relato futbolístico, aunque no estemos prestando atención.

Tiempo atrás escribimos una columna en la cual preguntábamos qué sería del fútbol sin la prensa. La reformulamos: ¿Qué hubiera sido del fútbol sin la radio?

Cierta vez le preguntaron al Negro Fontanarrosa cuál era para él la música más hermosa:

-La de las transmisiones radiales de fútbol-, dijo.

Y en otra oportunidad, entrevistado, le inquirieron qué diez cosas se llevaría a una isla desierta. Respondió:

-Una mujer hermosa, un televisor y una radio para escuchar los partidos.

-¿Y las siete restantes…?

-Pilas para la radio. (O)