Era la décima final del mundo, la quinta en la que no intervenía una selección sudamericana y la primera de la historia en que una misma nación presentaba dos selecciones: Alemania Occidental y Alemania Oriental. Una fue campeona, la otra tuvo el mérito de ser la única que la venciera. Fue el último Mundial de Stanley Rous. Antes de disputarse la final ya había perdido la presidencia de la FIFA y sobrevendría un cambio fundamental en la historia del fútbol: entraba João Havelange, quien universalizaría este deporte y, sobre todo, los mundiales. Holanda, una nueva potencia emergente, había mandado a jugar por el tercer puesto a Brasil, gran dominador de la época.

La final del mundo de 1974 no podía tener mejores protagonistas. Holanda contaba con seis efectivos del Ajax (ya Cruyff había jugado una temporada en el Barcelona, pero venía de nueve años en el Ajax y ocho en la Selección con el mismo técnico e iguales compañeros). Los demás eran Suurbier, Haan, Krol, Neeskens y Johnny Rep). Johan era uno más de ellos. Alemania presentó seis del Bayern: Maier, Beckenbauer, Schwarzenbeck, Breitner, Uli Hoeness y Gerd Müller. Con el siguiente agregado: Ajax había ganado las copas de Europa de 1971-72-73 y el Bayern la de 1974 y luego obtendría la de 1975. La máxima constelación europea posible. Para mejor, la media docena del Bayern jugaba en casa: el Olímpico de Múnich. Que estuvo a tope. Los 75.200 espectadores pudieron ver in situ un hecho histórico: el intercambio de banderines entre dos habitantes del olimpo futbolístico: Franz Beckenbauer y Johan Cruyff.

Fue un duelo precioso por la calidad de los protagonistas y por la tensión con que se disputó. Eran dos máquinas. Conste que lo estamos analizando 49 años después, sin la emoción del momento y fuera de circunstancia, esta última tan relevante. Ya el fútbol comenzaba a ser parecido al actual. No con la velocidad y la técnica de hoy. Después de haber barrido en los cotejos previos, Holanda llegaba con el cartel de favorito, aun cuando enfrente estuviese el local, ¡qué local…! Alemania. El choque fue muy, muy equilibrado, se coronó quien supo marcar un gol más.

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Un hecho terminó resultando decisivo: Helmuth Schön destinó un especialista en marcajes a presión -Berti Vogts- a perseguir a Johan Cruyff, un demonio genial. Enterado de la movida táctica, Cruyff mandó a todos sus compañeros que se adelantaran y él (centrodelantero) se quedó en la mitad de la cancha, cosa de que Vogts no lo siguiera. Le pasaron la bola a Cruyff, arrancó con todo desde el círculo central, ya embalado eludió a Vogts y al entrar al área Bonhof lo bajó: penal claro. Neeskens lo ejecutó demasiado al medio, pero Maier se tiró antes a una punta y al minuto ganaba Holanda 1 a 0. Insólito comienzo, impensado. Cruyff había hecho su diablura, pese a la estrategia del comando alemán. Vogts no lo abandonaría más y el mítico número 14, lejos del área, se dedicaría a patear córners, tiros libres y hasta de hacer los saques laterales, para no ser presa de Berti, un mastín implacable. Esto le quitó la incidencia que su enorme categoría hacía presagiar porque debió moverse muy lejos del área. Técnicamente era un jugador de 7 puntos, Cruyff, pero su valentía, decisión, inteligencia y capacidad táctica eran fabulosas, todas de 10. Alemania le hizo sentir el rigor, Schwarzenbeck le metió una entrada amedrentadora desde atrás. Pero el holandés no se achicaba para nada.

Alemania presentó un equipo con once cracks, seguro el mejor de su historia: Maier; Vogts, Schwarzenbeck, Beckenbauer y Paul Breitner; Bonhof, Overath y Uli Hoeness; y arriba Grabowski, Gerd Müller y Holzenbein. No había puntos débiles, buenísimos todos. Y actuaron con gran solidaridad y determinación. Schwarzenbeck era impasable, una roca físicamente y con una cara que solo una madre puede amar; semejaba un verdugo de la mafia rusa. Y a Breitner solo le faltaban el hacha y el caballo, pero arrasaba pueblos. A esa sensacional formación, una Holanda llena de fútbol y coraje le opuso a Jongbloed; Suurbier, Arie Haan, Rijsbergen (notable líbero del Feyenoord) y Ruud Krol; Jansen, Neeskens y Van Hanegem; Johnny Rep, Cruyff y Rensenbrink (este, de pobre actuación).

A diferencia de la final de 1966, en la que pasó inadvertido, Beckenbauer fue esta vez una figura imperial. Ahora jugó de zaguero bien metido atrás (en Londres fue centrocampista), imponiendo respeto y categoría, derrochando clase. Posiblemente uno de los futbolistas más elegantes de la historia, pasaba por el costado de los rivales sin mirarlos, casi ignorándolos, como si no existieran. Una personalidad colosal. Podría haber sido mariscal, emperador, canciller de Alemania o presidente de la Mercedes Benz. Ejercía un dominio mental absoluto del escenario y de su universo: compañeros, rivales, árbitros, público. Salía jugando, le pegaba casi siempre con tres dedos y era un especialista en el juego aéreo, un tiempista del salto y el cabezazo. Su don de mando y su serenidad bajo toda presión en el área no tienen comparación con nadie.

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Alemania nunca se desesperó pese a ir perdiendo 1 a 0 desde el minuto inicial. Beckenbauer daba salida limpia, entregaba el mando a Overath en la media y este orquestaba con cuatro diablos a su alrededor: Bonhof, Hoeness, Grabowski y Holzenbein. Y arriba, al acecho, el feroz Müller. Alemania comenzó a pisar fuerte. Holzenbein, un gambeteador, se metió a las 18 de Holanda esquivando piernas y Jansen lo bajó. Penal. Lo ejecutó el bárbaro Breitner con seguridad (dicen que nunca había pateado un penal) y empató: 1 a 1. Tiró rasante a un costado y Jongbloed ni se movió. Nada que ver con los arqueros de ahora. A los 42′, Bonhof desbordó por derecha a Jansen, centro atrás y en una media vuelta tan típica suya, Müller clavó el 2-1 con tiro bajo y sorpresivo. Sería el de la consagración. Alemania imponía su autoridad en el campo y justificaba la victoria. Un gol psicológico, Holanda sintió el golpe.

Ese dominio teutón duró hasta los 20′ del segundo tiempo, en que Holanda, con coraje y juego, empezó a meterlo atrás y a crear situaciones como para igualar. Y seguramente lo mereció. No obstante, Alemania se cerró bien en defensa y aguantó con un Maier muy eficiente y con la actitud alemana tradicional: granítica. Al margen de los goles, Alemania tuvo 6 llegadas claras al arco de Jongbloed y Holanda 7 al de Maier. Esto habla de la paridad del trámite.

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Muy curioso: pese a ser el 9 por antonomasia, Müller jugó con el número 13, el 9 fue adjudicado a Grabowski. Y entre los 22 titulares no hubo nadie con el 10. La televisación ya era a color para aquellos países que tenían ese sistema. En Argentina la recibimos en blanco y negro. Se introdujo la novedad de la repetición de jugadas, no muchas, apenas los goles y alguna más. Alemania, en esplendor económico, había organizado los Juegos Olímpicos dos años antes ahí mismo en Múnich y hospedó el Mundial con nueve estadios nuevos, muy modernos. Hubo, por primera vez en las finales mundialistas, tres tarjetas amarillas, instauradas en México 70. Y debió haber más. El inglés John Taylor, de buen arbitraje en general, no quiso desarmar el partido. Pudo amonestar más e incluso le perdonó la roja a Cruyff por una entrada contra Sepp Maier teniendo ya cartulina por protestar. Lo pusieron nervioso, Alemania jugó a anular a Cruyff para alcanzar el título, sabían que estaban ante un fenómeno. Amainada su influencia, era un partido que se podía ganar. Y así fue. (O)