Por Rosa Amelia Alvarado Roca

¿Dónde está nuestra Yela? No es ella quien reposa en aquel desatento y solitario sepulcro, acaso ligera y sin prisa, ha volado hacia otra dimensión, llevada por la brisa del viejo río.

Yela, mama Yela, Yelaló, no se ha ido, eso es imposible, espíritus nobles como el suyo no se ausentan, no desaparecen en la niebla, en ella hay demasiada vida, demasiada alegría y amor para desvanecerse definitivamente. Se ha quedado entre nosotros porque su recuerdo echó raíces profundas, está en los rumores de ese Guayas que por siempre, la arrulló bajo su balcón y sentiremos su presencia cada vez que nos acerquemos a la orilla. Yela es el alma gemela de ese río que la saludaba y le sonreía cada mañana.

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Yela será siempre la dama y señora del viejo barrio de Las Peñas. La calle empedrada conoció su pisada y la veremos caminar por entre las casas patrimoniales, las casonas de madera con sus balcones saludarán su paso, los faroles cobijarán su sombra. Su risa cristalina y fresca seguirá allí, y aparecerá de pronto, hermosa y radiante por detrás del gran árbol de su casa.

Yela, Yela, mama Yela, con sus años de juventud acumulada permanece entre nosotros, está en cada una de sus magníficas esculturas, en sus Venus de Valdivia, en sus caballos de recias crines, en sus jinetes que desafían el apocalipsis, en sus torsos de mujer, en sus amantes de Sumpa, Yela está allí, en bronce, resina y piedra, su obra tiene visos de eternidad, su obra permanecerá más allá del tiempo, más allá de todo lo efímero y nimio.

No, Yela no se ha ido, porque es la guayaquileña con sueños en celeste y blanco, amó a Guayaquil como se ama lo que nace desde la sangre, fue su defensora, la mujer valerosa que salió por los fueros de su historia, de su dignidad y su bandera. Yela es Guayaquil, es el cerro Santa Ana, es la garúa de invierno y los ciruelos del cerro. Yela es raíz de los manglares y el olor de los guayabos. Por eso ella permanece aquí, en su Guayaquil bienamado, en el parque Seminario y en la torre morisca, en el resonar de un requinto y en la cadencia de un pasillo. Tengo la certeza que algún día se levantará en noble bronce, una talla de Yela junto al barrio que tanto amó y a orillas del río que acarició sus sueños. Y estaremos vigilantes que ello ocurra.

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Yela, amada Yela no ha partido, porque hizo residencia permanente en nuestras vidas. No es ella quien reposa en el desamorado sepulcro, porque sería como pretender enjaular el viento, encarcelar el amor y Yela es libre como gaviota sobre el mar.

Y estoy segura que nos habría dicho como en aquella plegaria poética: “No te acerques a mi tumba sollozando. No estoy allí. No duermo allí. Soy como mil vientos soplando. Soy como un diamante en la nieve, brillando. Soy la luz del sol sobre el grano dorado. Soy la lluvia gentil del otoño esperado. Soy la bandada de pájaros que trina. Soy también las estrellas que titilan. Por eso, no te acerques a mi tumba sollozando. No estoy allí. No morí”.

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No, Yela no ha muerto. Yela es la fuente a donde todos acudimos a saciar nuestra sed de vida, es el árbol que nos dio sombra, amor, bondad y alegría. Nos dio paz y nos enseñó a soñar.

Por eso no le decimos adiós, aquello es imposible, no se dice adiós a un ser libérrimo que nació para volar. Nos queda su ternura, la magia de su risa y de sus ojos claros. Nos queda su alegría y su amor por Guayaquil. Nos queda su arte y su legado de amor. Solo le decimos hasta pronto y gracias por haber dado luz a nuestras vidas. Vuela alto Yelaló, de cara al sol, vas al encuentro con Paul que hace mucho te espera. Y sin duda, en algún recodo del camino, nos volveremos a encontrar.

Y en voz del poeta te digo “Me queda tu sonrisa dormida en el recuerdo y el corazón me dice que no te olvidaré”. (O)