Durante el último mes, el sacerdote católico Eduardo Ponpon Vásquez ha pasado más tiempo ataviado con ropa de protección que con sus tradicionales vestimentas.

Su parroquia en la populosa zona de Caloocan, en la capital filipina de Manila, ha estado escalofriantemente tranquila en las seis semanas transcurridas desde que el Gobierno puso a la mitad de la población del país bajo un estricto confinamiento para intentar frenar la propagación del coronavirus.

Las reuniones públicas, los colegios, los servicios de transporte y los trabajos no esenciales quedaron suspendidos, incluidos los de la iglesia.

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Los sacerdotes en la nación predominantemente católica han tenido que encontrar formas creativas para mantener a los fieles comprometidos.

La mayoría ha recurrido a misas por streaming, mientras que otros han puesto bancos a las afueras de las iglesias. Algunos han impreso fotos de sus parroquianos y los han repartido por el interior de las vacías capillas.

Sin embargo, para Vásquez, la presencia física de la iglesia es más importante ahora que nunca.

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Estos días lleva su estola y su crucifijo sobre un traje de protección azul, con una botella de agua bendita en una mano y un espray de alcohol en la otra cuando entra a algunas de las zonas más pobres de su comunidad para entregar consuelo, tanto literal como espiritual.

“La situación de muchos filipinos estos días es penosa. El encierro no es igual para todos”, dijo Vásquez. “Es más fácil para los ricos que pueden tomarse un descanso del trabajo, pero para algunos de los pobres, el cierre equivale a la muerte”.

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Michael Juárez, un recolector de chatarra de 42 años, vio cómo su carro repleto de preciados hallazgos y productos fue requisado por funcionarios locales que le acusaron de violar las reglas de confinamiento.

Desde entonces duerme a la intemperie en una acera, hambriento y con vergüenza de volver a su casa con su familia con las manos vacías.

Hace pocas noches, cuando Vásquez y su equipo estaban entregando productos a los sin techo, Juárez llegó entre lágrimas y contó su historia al sacerdote. “Más que hambre física, tienen hambre espiritual”, afirmó Vásquez. “Están abandonados. Los más pobres de los pobres. Tienen miedo, pero cuando oyen que soy un sacerdote, su cara se ilumina como si hubieran encontrado a un amigo”.

Su labor de ayuda varía a diario, pero depende sobre todo de las peticiones cursadas a través de un grupo de chat de Facebook con líderes comunitarios.

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Filipinas ha registrado más de 8.200 casos confirmados de coronavirus, de los cuales más de 550 han muerto. Los trabajadores informales carecen de ingresos o ahorros y dependen de las limosnas.

Muchos piden comida y mascarillas, pero hay comunidades que solo piden una bendición espiritual para los fallecidos, sus cenizas, los enfermos o, incluso, las calles.

Para Vasquez, la pandemia de coronavirus es más que un combate contra una enfermedad.

"Es una batalla espiritual", afirmó. "Tenemos que aferrarnos a nuestra fe para sobrevivir".