Sus manos son rápidas con el carboncillo. Antonio se sienta, toma una hoja y empieza a trazar líneas para dibujar las facciones de una de las enfermeras del Instituto de Neurociencias de la Junta de Beneficencia de Guayaquil (JGB), ubicado en la avenida Pedro Menéndez Gilbert, norte de la ciudad.

Su actitud y concentración se asemeja a la de los dibujantes que se ubican en el Malecón Simón Bolívar, la diferencia es que él es un paciente psiquiátrico que lleva más de 30 años asilado en el instituto con un diagnóstico de esquizofrenia.

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“Aquí hablo con mis amigos sobre la amistad y sobre lo bonito de la familia”, dice, quien es uno de los 100 pacientes que están en condición de abandono en este sitio. La mayor parte son hombres.

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El Instituto acoge a 130 usuarios con discapacidad psicosocial, es decir, que tienen una condición mental que les impide socializar, mantener un trabajo o tener una convivencia normal. La mayor parte sufren de esquizofrenia en todos sus tipos, además de bipolaridad, retraso mental y Parkinson.

Aunque Antonio trata de mantener una conversación fluida mientras dibuja, se pierde y delira. Cuenta que vive cerca del Instituto, que tiene mujer y dos hijos. De hecho, hasta dice que una de ellas se llama Katherine.

“Ellos no me vienen a ver”, expresa mientras se frota las manos, un poco temblorosas, antes de tomar nuevamente el carboncillo y dibujar otro retrato. Esta es un actividad que descubrió durante su asilo y que realiza de manera frecuente.

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A unos cuantos metros en una mesa está Diego. Él es otro paciente al que su familia dejó de frecuentarlo. “Guten morgen” y “Good Morning” les dice a sus compañeros y psicólogos.

Actividades lúdicas forman parte de la rutina de los pacientes. Foto: El Universo

Mientras dibuja y muestra sus hojas, recuerda parte de su niñez, o al menos eso es lo que ha ideado en su cabeza. El paciente relata que junto a sus hermanos, a quienes extraña mucho, gustaba de jugar ajedrez y leer el atlas. Él dice que habla cinco idiomas y que su música favorita es la de The Beatles.

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Diariamente estos pequeños relatos se repiten y son escenas tristes, dice María Cristina Game, administradora de residencias del Instituto de Neurociencias. En ciertas horas del día algunos pacientes tienen momentos de lucidez y preguntan por sus familias.

“Hay personas que tienen un deterioro bastante significativo que a veces no pueden entablar una conversación, pero llegan a preguntarte: ¿mi mamá?, ¿mi papá?, ¿cuándo me vienen a visitar para irme a mi casa? Ahí es cuando uno se da cuenta de que a veces no se es tan consciente de lo que pueden sentir ellos y sí, si les afecta bastante”, manifiesta.

Algunos pacientes tienen más de 40 años viviendo en el Instituto, lugar que los acogió y que ellos lo han aceptado como su hogar, y al personal que los cuida como su familia.

El psicólogo Milton Riera dice que algunos les dicen al personal “papi”, “mami” o los tratan de “ñaños”. También suelen abrazarlos o ponerse en una actitud infantil para recibir mimos.

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Todos los pacientes en abandono tuvieron episodios por los que la familia en su momento los internó. Por ejemplo, hay perfiles en los que durante una crisis agredieron o mataron a familiares, incendiaron su casa o tuvieron actitudes violentas. Estas personas, además, ingresaron al Instituto cuando este aún era manicomio.

Sin embargo, estas mismas personas con el tratamiento continuo que han recibido ya son pacientes que pueden llegar a tener un vínculo con familiares para realizar actividades como pasear o salir a comer.

“Las familias se quedaron con la imagen de que fue peligroso en su momento. Además continúa este estigma social de que el enfermo mental debe estar encerrado”, afirma la administradora de residencias.

Dice que es penoso que algunos parientes cuando han sido contactados para tratar de lograr la reinserción de sus familiares les dan direcciones falsas e incluso dicen que la familia ya los ha considera como muertos.

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“Hemos llevado al paciente a sus casas y ellos ven cuando sus familiares les dicen: No, no yo no lo quiero, yo no lo puedo tener. Es difícil traerlos de vuelta”, cuenta María Cristina Game.

La Junta de Beneficencia de Guayaquil invierte en cada uno de estos pacientes en promedio $ 1.600 mensuales, dentro de ese monto se costea alimentación, vestimenta, terapias, medicinas, entre otros servicios que se les brinda para que se sientan como en casa.

Rosita el pasado lunes decía que era su cumpleaños y que quería que su familia la visite para que la lleve a pasear. Ella mencionó que no pierde la esperanza de que sus hermanos vayan a verla y la lleven a lucir sus vestidos. “Díganle que me vengan a ver, díganles que vengan, que es mi cumpleaños”, expresó haciendo puchero. (I)