El primer registro del uso de balsas en este territorio nos lleva a 1541, en pleno proceso fundacional de Guayaquil, cuando los cronistas españoles narraron que los nativos punáes empleaban la navegación para sus acciones de defensa ante la llegada de los conquistadores.

Guayaquil se asentó definitivamente en este territorio en 1547. Así que ya para 1562 los nativos empleaban las balsas de manera más pacífica, ya que servían para transportar pasajeros desde Puná o Guayaquil hacia Desembarcadero (Babahoyo, también llamado Bodegas), tramo que duraba tres días en aguas habitadas por lagartos y que era parte de la ruta rumbo a Quito, que continuaba a lomo de mulas para completar un total de diez días de viaje.

El historiador Julio Estrada Ycaza (1917-1993) comparte esos datos en la Guía Histórica de Guayaquil, tomo 2, con lo cual aborda la larga tradición fluvial que dejaron nuestros antepasados en la cuenca del río Guayas, considerada la mayor cuenca fluvial de América del Sur.

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Es indiscutible: el carácter de los habitantes de este territorio ha tenido un poderoso componente acuático. El propio Estrada narra que en el siglo XVIII el malecón guayaquileño estaba asediado por esas embarcaciones que servían de vivienda, mientras que en el siglo XIX era común observar plataformas flotantes instaladas como baños públicos. ¡Buena parte de la vida porteña respiraba sobre el río!

El siglo de los vapores

Eventualmente se agregaron otro tipo de embarcaciones, según detalla el libro El siglo de los vapores fluviales 1840-1940 (1992), de autoría de Julio Estrada Ycaza y Clemente Yerovi Indaburu, quienes citan a Andrés Baleato (Monografía de Guayaquil, 1820): “Las embarcaciones del río y tráfico de Guayaquil son barquitos, chatas, canoas, bunques y balsas. Les llaman allí barquitos a unos bergantines pequeños. Chata a una lancha con cubierta, una vela de cruz, un foque, remos y timón. Canoa a una embarcación hecha de una o varias piezas… Bunques a unas canoas más grandes que las ordinarias, manejadas con velas, remos y timón”.

Los bunques empleados para los viajes río arriba eran llamados “canoas de pieza” (porque generalmente estaban hechas de un solo tronco), que podían transportar hasta 600 kilogramos de carga, aunque La Giganta, bunque propiedad del hacendado Felipe A. Mendoza, tenía capacidad de mil kilos.

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Las embarcaciones del río y tráfico de Guayaquil son barquitos, chatas, canoas, bunques y balsas. Les llaman allí barquitos a unos bergantines pequeños. Chata a una lancha con cubierta, una vela de cruz, un foque, remos y timón. Canoa a una embarcación hecha de una o varias piezas… Bunques a unas canoas más grandes que las ordinarias, manejadas con velas, remos y timón”.

Ambos autores cuentan que las canoas de pieza desplazaron a las balsas por su maniobrabilidad y rapidez, ya que cubrían el trayecto Guayaquil-Babahoyo en solo 30 horas durante la estación seca y como en 48 en la lluviosa.

Pero el creciente tráfico de carga entre la Sierra y la Costa demandaba embarcaciones más rápidas, lo cual provocó la aparición de los denominados vapores fluviales.

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Vicente Rocafuerte se destacó en los inicios de la navegación en vapores fluviales. Como presidente de la República (1934-1939) y luego como gobernador de Guayaquil (1939-1943) impulsó esta actividad que ya era tendencia en otros países, para lo cual fue creada la Compañía del Guayas para la Navegación de este Río en Buques de Vapor. Sus gestiones permitieron que el buque Guayas fuera lanzado al agua el 7 de agosto de 1941. Aunque fuera empleado primero como barco de guerra, posteriormente funcionó para fines comerciales (sí, es el mismo que hoy ocupa un espacio en el escudo nacional).

Así comenzó la era de los buques fluviales, que representaron un reto para los astilleros de Guayaquil porque al inicio se vieron forzados a importar los cascos de acero. La década de 1870 era dominada por la Compañía Nacional de Vapores del Guayas, cuyas acciones bursátiles eran tan valoradas como las del Banco del Ecuador. Tal prosperidad llevó al nacimiento de un duro competidor: Pablo Agustín Indaburu, quien prosperó con su empresa.

Ya para 1882 había al menos 18 vapores operando en nuestros ríos: Chimborazo, Victoria, San Lorenzo, Huáscar, América, Pichincha, Ecuador, Quito, Azuay, César, Meteoro, Sangay, Flecha, San Jacinto, Bolívar, Centinela, J. P. y La Mar, que mayormente empleaban leña de algarrobo como combustible, mientras que su tripulación era de 17 personas.

Los vapores de rueda trasera, como aquellos que se hicieron emblema del río Misisipi, no eran convenientes para nuestros ríos. Por ello se hicieron populares los vapores con ruedas laterales, que resultaban más maniobrables.

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La era Republicana significó un mayor impulso al comercio entre Guayaquil y Babahoyo, que seguía conectado a Quito por caminos de herradura. Procedente de la Sierra llegaba en mula desde manteca de cerdo hasta nieve de las cumbres andinas, que venía protegida del calor con paja del páramo, además de carne salada, ganado y toda gama de granos y frutas. Los vapores también traían los productos exportables que saldrían al exterior desde el malecón de Guayaquil, como cacao y banano. Y desde este puerto partían hacia la Sierra mercaderías importadas y sal, azúcar, arroz, plátanos y otras frutas tropicales, narra la misma fuente.

La llegada del ferrocarril a Riobamba, en 1905, hizo decaer el tránsito de productos en los buques de vapor, el cual recibió otro golpe con la construcción de la carretera que ya conectaba la siempre importante ruta comercial entre Guayaquil y Babahoyo. (I)